Capítulo 1. Plan (Ángela)
-A veces, cuando no puedo dormir, o simplemente estoy aburrida, en clase, por ejemplo, me imagino que soy diminuta, y que debo recorrer las mesas, sillas, e incluso la pared midiendo como treinta centímetros. Y, no sé por qué, pero voy en patines.
No
sé por qué le he contado eso. Nunca se lo había dicho a nadie. Es de esas cosas
raras que todos hacemos y que lo mantenemos en secreto, como si la imaginación
fuese un delito. Aunque en ocasiones parece que lo es.
Dirijo
mi vista hacia él, temerosa de toparme con un rostro desconcertado. “Menuda
loca me ha tocado”, supongo que pensará.
Sin
embargo, me encuentro una sonrisa.
Mi
corazón se ensancha.
-¿Y
cómo recorres las paredes? ¿No te caes?
-Supongo
que, al ser tan pequeña, la gravedad no puede conmigo. O que los patines se
adhieren a las superficies de alguna manera. Yo solo sé que la pared es una
opción de recorrido.
-¿Y
el techo no?
-El
techo no.
-¿Por
qué?
Dedico
unos segundos a planteármelo, puesto que nunca me lo había planteado. ¿Por qué
el techo no?
-Supongo
que porque nada bueno pasa estando boca abajo.
-¿Y
eso quién lo dice?
-Yo.
Sayid
niega con la cabeza, aún con una gran sonrisa estampada en el rostro. Su dedo
índice dibuja pequeños círculos en la tierra. Me fijo en lo oscura que es su
piel en comparación con la mía. Aunque, a decir verdad, la mía es prácticamente
transparente en comparación con la de cualquiera.
-¿Qué
hacemos ahora? –pregunta, mirándome con ojos de un cordero a punto de ser
degollado. Pidiendo ayuda. “No sé qué hacer, Ángela. Decídelo tú”. Ya, pues yo
tampoco lo sé.
Retengo
las inmensas ganas que tengo de encogerme de hombros. “No tengo ni idea de lo
que deberíamos hacer, Sayid. Quizás la mejor opción sería simplemente morirnos
y acabar con todo esto. Porque estamos solos, y no vamos a aguantar mucho
tiempo”.
Pero
no le digo eso. Por algún motivo, siento la necesidad de cuidar de él. Sin
apenas conocerle, sé que no es lo suficientemente duro para sobrevivir por su
cuenta en esta situación. Sé que me necesita. Sé que debo sentir ternura hacia
él, y protegerle a toda costa. Como si fuera mi hermano pequeño.
Porque
mi verdadero hermano pequeño ya no está.
-Deberíamos
recolectar comida. Coger mochilas con mucho espacio y llenarlas de alimentos,
agua y algo de ropa.
¿Mochilas?
¿Qué quiere hacer, ir de excursión?
-¿En
qué estás pensando? –inquiero.
-En
buscar a más gente.
Así
que no quería que le dijera qué debemos hacer. Quería que aprobara su plan.
-No
creo que haya más gente –respondo con sinceridad.
-¿Cómo
lo sabes?
No
lo sé. La verdad es que no tengo ni la menor idea. Pero, en realidad, no sé si
quiero encontrar más gente. Quiero decir, ¿para qué? ¿Para cargar con más
pobres desamparados? ¿Para vernos morir, uno a uno?
Me
limito a encogerme de hombros. Sayid me deslumbra con el brillo de sus ojos.
-Hay
un súper cerca. Seguro que hay un montón de cosas. Pasé por esa calle el otro
día y apenas ha sufrido daños.
Suspiro,
intentando encontrar la forma de decirle que no quiero ir. Que quiero que nos
quedemos aquí sentados, el uno al lado del otro, hasta que muramos de
inanición.
-Tenemos
que comer, Ángela.
Mi
boca se convierte en una fina línea, pero asiento igualmente. No puedo hacerle
eso. No puedo pedirle que se suicide, porque lo mejor sería quitarnos de en
medio. Sayid quiere tener esperanzas. No le culpo, pero no lo comparto. Sin
embargo, puedo fingir.
Sayid
se levanta de un salto y me tiende la mano. Dedico dos segundos y tres
milésimas a observar su oscura piel de nuevo. Es como si el propio color tierra
de su cuerpo tuviera una textura propia. Cuando junto mi mano con la suya,
descubro que es una textura normal y corriente, como la de cualquier persona
con cualquier piel. Vaya decepción.
Echo
un vistazo a nuestras cosas. Por un momento, me da miedo que alguien nos robe.
“¿Quién, Ángela? ¿Quién nos va a robar?”. Pues no sé, pero tampoco se llevaría
gran cosa. Lo poco que sobrevivió lo dejé en casa (si es que un edificio medio
derribado puede llamarse casa). Únicamente metí un par de camisetas a medio
chamuscar en un bolso de tela carbonizado y tres barritas proteicas de
cereales.
Y
la foto. Pero eso no lo pueden robar, porque la llevo conmigo siempre.
Y
porque no hay nadie para poder robarla.
-¿Qué
hora es? –pregunto sin ningún motivo. Me da exactamente igual qué hora es.
-Las
seis y veintisiete –me informa Sayid consultando su reloj de muñeca.
-¿De
la tarde? –me sorprendo.
-De
la mañana.
-No
hemos dormido –comento, como si importase.
-No
tengo sueño. Solo hambre.
Echo
un vistazo a su delgado cuerpo. Podría desaparecer si se pusiese de perfil.
-No
sabía que comieses –bromeo.
-Es
una manía que tengo. Pero solo lo hago unas tres veces al día.
-Pues
recomiendan cinco.
-¿Eso
no era la fruta?
-Claro,
una por cada comida.
-¿Quién
dice eso?
-Pues
los médicos. Los nutricionistas, sobre todo.
-No
tienen ni idea.
-¿Y
tú sí? Vaya sabelotodo.
Sayid
mira por encima del hombro y me regala una triste sonrisa. Se me cae el alma al
suelo, y no tengo fuerzas para recogerla. Me ha seguido el juego para intentar
animarme cuando él está con una melancolía que le consume. “Maldita sea, Sayid.
Soy yo la que se supone que va a cuidar de ti. No intentes protegerme”.
Cada
pisada que mi zapato hace resonar levanta una nube de polvo y cenizas. Mi pie
tropieza con una piedra a cada segundo, haciéndola rodar delante de mí, como si
jugase a fútbol. Nunca se me ha dado bien ese deporte, por lo que acabo dándole
a Sayid en el tobillo. No se queja. Ni siquiera se gira.
Con
todo, el camino no sería tan desagradable de no ser por tener que esquivar
inertes brazos y piernas.
-Habrá
que romperla –dice observando la entrada del súper.
El
edificio se ha doblado en sí mismo como si estuviera tratando de realizar una
postura de yoga. El resultado es una puerta con la mitad del peso de la fachada
sobre ella. Al igual que esta puerta de cristal siente la presión de todo el
supermercado sobre sus hombros, nosotros sentimos el de toda la humanidad. Me
cae bien la puerta. “No te puede caer bien un objeto, Ángela”.
-No
podemos romperla. Seguro que es cristal templado o algún material incluso más
resistente. De ser uno normal, ya se habría roto –indico señalando la
estructura, haciéndole ver cómo el edificio entero se apoya en la puerta -. Hay
que intentar desplazarlo de alguna manera.
Me
siento un obrero de esos programas de reforma que echan en Divinity. Siempre me
ha parecido absurda la gente de esos programas. Teniendo mansiones, se quejan
de falta de espacio. Bueno, pues ahora Sayid y yo tenemos todos los metros del
mundo para nosotros solitos. Superad eso snobs de Canadá.
-Hazte
a un lado, probablemente acabe cayéndose –digo haciéndole un ademán para que se
desplace hacia su izquierda. Sayid me hace caso sin rechistar. Sabe que soy la
jefa de obra, aunque no lo hayamos acordado.
Me
remango la blusa azul hasta elevar los puños por encima de mis codos. No sé si
me creo Dwayne Johnson, pero ni de casualidad voy a poder mover la puerta. Como
mucho, espero que ya esté resquebrajada por aguantar el peso del supermercado y
se rompa si la zarandeo un poco.
-Ten
cuidado, no te hagas daño.
Ojalá
me hiciera daño. Así estaría, de alguna forma, en paz con el universo. Me ha
dejado vivir a mí y a nadie más, sin contar a Sayid. Tendré que acabar
devolviéndole el favor. Aunque yo no se lo he pedido.
Pero
no le digo eso. No se le habla así a un hermano pequeño. Ni siquiera cuando en
realidad no es tu hermano pequeño.
-No
te preocupes. Sé lo que hago –le tranquilizo con un amago de sonrisa, que me
devuelve. No tengo ni idea de lo que hago.
Me
aseguro de mantener las manos en el marco de la cristalera para no cortarme en
caso de que, gracias a un milagro, mi plan funcione. Retrocedo mi pie derecho
para que me sirva de punto de apoyo y, así, me ayuden los músculos de las
piernas. Tengo más cuádriceps que bíceps. Como todo el mundo, me imagino.
Noto
la mirada expectante de Sayid en mi nuca, suplicándome que lo consiga. “Te voy
a dar comida, Sayid. Te lo juro”.
Me
siento estúpida en el segundo en que comienzo a empujar, como si pudiera ser
más fuerte que un edificio. “Lo siento, Mercadona, pero hoy gano yo”.
Dos
alternativas cruzan mi mente: o bien mi teoría estaba en lo cierto y la puerta
estaba bastante débil, o bien soy como una madre capaz de mover un coche para
salvar un bebé en apuros. En cualquier caso, la puerta se ha abierto.
Tres
centímetros, pero abierta.
Acabo
hiperventilando, apoyadas mis manos en las rodillas, probablemente más roja que
un tomate. El gimnasio no te prepara para abrir puertas de edificios a medio
caer.
-¿Lo
has conseguido? –se entusiasma Sayid acercándose para comprobar el lamentable
hueco que he logrado abrir.
-Habrá
que hacer palanca –comento intentando recomponerme. Sayid entiende a lo que me
refiero porque sale pitando a buscar algún tipo de palo.
Me
cruzo de brazos confirmando mi éxito. Hago un ridículo amago de introducir mi
pie en el hueco para que mi poderosa pierna termine de abrir mágicamente la
puerta. Ni siquiera puedo meter más de la punta de las zapatillas. Tengo una
talla 41.
-¿Esto
vale? –pregunta Sayid trayendo una barra de hierro.
-¿De
dónde lo has sacado? –inquiero admirando el objeto. Me esperaba una rama que se
rompiese en el momento en que intentáramos hacer palanca.
-Estaba
tirada por ahí. Como todo –responde, casi disculpándose. “Obviamente, todo está
ahora por ahí tirado”.
-Claro
–asiento sintiéndome estúpida -. Ahora voy a necesitar tu ayuda –le hago saber mientras
me ocupo de introducir la barra de metal en el súper. Por suerte, es más fina
que mis pies.
Sayid
parece contento de poder ser útil en la tarea. Me recuerda a un niño pequeño al
que le dan permiso para llevar vasos de cristal desde la cocina hasta la mesa
del comedor. Parece mentira que tenga un año más que yo.
Me
posiciono en la parte más alejada de la puerta, pues es donde se deberá aplicar
más fuerza. No es por prejuzgar los músculos de Sayid, pero me veo más capaz.
Él se posiciona inmediatamente a mi lado, entendiendo la dinámica, y comenzamos
a empujar.
Nuestros
talones se clavan con tanta intensidad al suelo que me da la sensación de que
vamos a crear nuestro propio terremoto. “Como si no hubiésemos tenido
suficiente”.
El
chirrido del metal me hace sonreír, sabiéndome de exitosa. La puerta se está
abriendo. Sin embargo, no soy lo bastante rápida de reflejos, porque cuando
escucho el cristal resquebrajándose soy capaz de parar yo, pero no de evitar
que Sayid deje de aplicar su esfuerzo. Me lloran las entrañas cuando contemplo
cómo un trozo de cristal se clava en el brazo de mi hermano pequeño, haciéndole
sangrar. Me odio.
-¡Mierda!
–Doy un salto alejando a Sayid de la puerta. Esta es un duro hueso de roer,
porque no se desmorona. Sin embargo, está casi completamente resquebrajada.
Sayid
se mira el brazo frunciendo el ceño, como si no se hubiera dado cuenta de que
un cristal le acaba de atravesar la piel. En realidad, creo que de verdad no se
ha dado cuenta.
-No
te preocupes, ahí dentro habrá vendas y alcohol. ¿Te duele mucho? –Sayid niega
con la cabeza, mudo -. Quédate aquí, tengo una idea.
Coloco
a Sayid lo suficiente alejado de la puerta y empiezo a recolectar piedras. Por
suerte, de eso hay mucho, entendiendo por piedra cualquier trozo de ladrillo,
madera o, en general, cualquier cosa que pueda tirar a la puerta. Y eso es lo
que hago.
Hacen
falta unas diez tiradas hasta que, al final, el cristal cede. Desde luego, el
supermercado tendrá el récord de cero robos, juzgando la resistencia de su
entrada. Me tapo la cara cuando acaban saltando pequeños trozos de cristal,
como si sirviera de algo. Esta vez he tenido cabeza y me he alejado lo
suficiente para que no haya más accidentes. Por supuesto, a mí no me toca ni
uno. Supongo que soy inmortal.
Sayid
se limita a contemplarme, algo abrumado por mi demostración de lanzamiento de
objetos. Me fijo en que se ha retirado el cristal del brazo y apenas le recorre
un hilo de sangre. No parece un corte profundo. Suspiro, aliviada, porque hay
una línea muy gruesa entre poner una tirita y coser la piel de una persona.
Le
doy un manotazo a una de mis trenzas para que permanezca a mi espalda y
extiendo los brazos, como si le estuviera mostrando a Sayid algo
extraordinario. Solo es un supermercado destrozado. Pero sin puerta.
-¿Qué
quieres desayunar?
Capítulo
2. Provisiones (Sayid)
Observo
cómo las trenzas doradas de Ángela se balancean de un lado a otro mientras
recorre el pasillo de los congelados. No me hace falta fijarme mucho en las
neveras para saber que de ahí no vamos a conseguir nada útil. No queda ni un
solo cristal intacto de las puertas de los frigoríficos, por no hablar de que
no hay luz. Probablemente se haya echado a perder casi todo. Además, no tenemos
ni microondas ni nada parecido que caliente. No me apetece comer croquetas
pochas frías.
-Uh,
helado –dice Ángela con entusiasmo parándose frente a la nevera de los dulces.
Le brillan los ojos como a un cachorro al que le dan chucherías.
No
quiero hacer nada que la disguste. Sé que, si yo no hubiera sobrevivido, si
ella se hubiese encontrado sola, se habría suicidado. No quiere reconocerlo
porque sabe que yo no quiero rendirme, pero de ser por ella no seguiríamos
vivos.
No
puedo permitir que pierda la esperanza. Me siento un poco egoísta porque,
básicamente, la necesito para sobrevivir, y por ello debo mantenerla con vida.
También
me cae bien y me daría pena que muriese. No soy tan frío.
Ángela
estira el brazo para intentar recuperar una caja en forma de vaso del fondo de
la nevera. La pegatina me hace saber que se trata del helado vegano de brownie
de Ben&Jerry. Se me ponen los pelos de punta cuando veo su pálida piel tan
cerca de los afilados restos de cristales del marco del frigorífico.
-Te
vas a hacer daño, ten cuidado –advierto con suavidad. No quiero parecer mandón
-. Estará derretido.
-Pues
batido de chocolate –dice ella mostrándome el envase del helado con expresión
triunfal -. Pero, antes de nada, tu brazo –añade señalándome.
Me
fijo en la parte de mi cuerpo donde debería haber un bíceps, pero que es
básicamente piel y hueso. Me empieza a escocer la herida. Sello los labios para
que no se escape ni un mísero comentario de mi boca. Ángela ya cree que ha sido
culpa suya, cuando lo único que intentaba era conseguir provisiones, lo cual he
sugerido yo que deberíamos tener. Sin embargo, comienzo a darme cuenta de que
es una de esas personas que se obstina en pensar que todo lo que hace está mal,
es inútil o que simplemente sobra. “Ahora mismo sería un cadáver de no ser por
ti, Ángela”.
-Aquí
hay tiritas –comento alcanzando una caja en la que aparecen dibujos de ositos
de colores. No estaría mal llevar ese estampado en mitad del fin del mundo.
-Primero
hay que echarte alcohol. Y es posible que con eso no sea suficiente, igual hay
que vendarte el brazo –me informa Ángela acercándose a mí para comprobar qué
contiene la caja que sostengo, como si no creyera que son tiritas -. ¿Ositos?
–dice con una sonrisa pícara, mostrándome su capacidad para levantar una sola
ceja. Yo no puedo hacer eso.
-¿No
me sentarían bien? –pregunto sarcásticamente apoyando la caja encima del brazo,
aparentando que soy un modelo de ¿farmacia?
-Te
sentarían genial –responde devolviendo el sarcasmo, pero con una gran sonrisa
en el rostro.
No
logro entender por qué el supermercado está en tan buen estado por dentro,
estando tan desastrosamente mal por fuera. Me hace gracia la comparación que me
evoca: yo físicamente estoy hecho un escombro, pero emocionalmente no estoy
mal.
-Quédate
quieto. A lo mejor te escuece un poco –advierte Ángela sujetándome el brazo.
Me
hace gracia que apriete tanto las cejas cuando se concentra, como si me
estuviese cosiendo la herida. Únicamente rocía con alcohol para después secarlo
con una gasa. Pero, a juzgar por su expresión, se podría pensar que lleva
preparándose para esa operación los últimos tres años de carrera de medicina.
¿Será estudiante de medicina?
-¿De
qué te ríes? –inquiere, divertida. No me había dado cuenta de que estaba literalmente
riendo.
-¿Sobreviviré,
doctora? –improviso.
-Me
temo que sí, pero efectivamente tendré que vendarte. Guarda las tiritas de
todas formas. Podrían sernos útiles.
Me
siento un guerrero con la venda en el brazo, de no ser por el lazo que ha hecho
Ángela como sujeción. Supongo que soy un militar cuqui.
-¿Qué
haces con eso? –pregunto alarmado cuando veo a Ángela cogiendo una tijeras con
ojos golosos.
-Tranquilo.
No voy a suicidarme delante de ti –preferiría que se hubiera quedado en el no
suicidarse y punto, pero algo es algo -. Creo que voy a cortarme el pelo.
-¿Por
qué? Lo tienes muy bonito.
-Por
si acaso necesito estar cómoda.
Me
inquieta la manera en que pronuncia esa frase, pero me abstengo de hacer más
preguntas. ¿Cree que estamos en peligro? ¿Que deberemos correr por nuestras
vidas, o pelear con alguien, y por eso necesita estar cómoda? Hace unos pocos
minutos dijo que no creía que quedase nadie más que nosotros. ¿Ha cambiado de
opinión?
O,
quizás, piensa que va a volver a pasar.
Agito
levemente la cabeza para deshacerme de esos pensamientos. Tengo que mantenerme
positivo. No solo por mí, sino por ella. Así que me limito a observarla.
Ángela
se sienta en el suelo cruzando las piernas. Recupera su trenza larga izquierda,
que había posicionado en su espalda, y posiciona las cuchillas de las tijeras a
la altura de sus hombros. Me duele físicamente cuando une sus dedos y su
cabello cae al suelo, inerte. Calculo unos diez centímetros de trenza dorada.
No puedo mirar cuando hace lo mismo con la otra.
Probablemente
estoy exagerando. Solo es pelo, cortarlo no es para tanto. La gente lo hace
constantemente.
Pero
esto es diferente. Tengo la sensación de que es algo obligado. No ha querido
cortárselo; se ha visto forzada a hacerlo. Como si estuviera diciendo “de
acuerdo, universo, si esto es lo que quieres que haga, lo haré”. Como si no
tuviera otra opción, y se estuviera rindiendo.
-¿Quieres
que te lo arregle?
-¿Sabes
cortar el pelo?
-He
tenido muñecas con estilazo.
Ángela
sonríe y me ofrece las tijeras. La verdad es que nunca le he cortado el pelo a
nadie, y ni siquiera he tenido muñecas, pero no puedo seguir de brazos cruzados
dejando que haga esto sola. Necesito que vea que estoy con ella.
Sujeto
las tijeras con respeto, como si quemasen. Asgo un pequeño mechón rubio entre
mis dedos, intentando recordar cómo me cortan a mí el pelo. Paso las tijeras
ligeramente por las puntas. No quiero armar un estropicio, pero tampoco es como
si ella se lo hubiera dejado genial. Intento igualar el largo de forma
uniforme. Quedo bastante satisfecho con mi trabajo, aunque ha ayudado no ver la
cara de Ángela mientras me deshacía de sus tirabuzones. Aunque no lo quiera
admitir, sé que esto no es fácil para ella.
-Listo.
No tengo un espejo para que te veas.
-No
es que me importe mucho mi estética a estas alturas –comenta pasándose las
manos por el recién cortado cabello. De algún modo, parece más rubia que antes
-. Ahora siento la cabeza muy ligera –añade girando el cuello.
Me
ofrezco a extraer las gomillas de las trenzas para poder llevarlas. No se le ha
quedado tan corto como para no poder hacerse coletas. Y a mí también me podrían
servir.
-¿No
te animas? –pregunta mirándome a través de las tijeras abiertas -. Tienes el
pelo más largo que yo. Y si no lo tuvieses rizado, te llegaría casi al pecho.
-No,
gracias. Me sienta fatal el pelo corto.
-¿Y
quién te lo va a ver? –Razón no le falta -. Bueno, yo voy a guardar las tijeras
por si nos hacen falta para cualquier cosa. Si cambias de opinión, peluquerías
Ángela a tu servicio.
-Hablando
de guardar cosas. No tenemos mochila.
-Hay
una zona de papelería por allí –dice señalando el final del pasillo. Este
supermercado tiene de todo.
Los
pasillos me resultan largos y angostos. Todos soñamos desde pequeños tener a
nuestra disposición un supermercado vacío en el que poder hacer lo que nos
apetezca. Sin embargo, esta situación es demasiado turbia como para disfrutar
de esto. Simplemente se me hace frío estar aquí a solas. Doy gracias al cielo
por haber encontrado a Ángela.
-Qué
raro que no haya nada quemado en este súper.
-Si
el edificio es tan resistente como la puerta, no me extraña –comento fijándome
en el precio de unas fiambreras. No sé por qué, simplemente lo hago.
Ángela
se ha quedado frente a unas cacerolas. Frunzo el ceño tratando de averiguar qué
le ocurre, por qué está tan quieta en mitad de la sección de cocina. Entonces
me doy cuenta de que está observando su reflejo en el metal de los utensilios.
-¿Estás
bien? –pregunto, algo preocupado. Ella me mira con una sonrisa falsa.
-Es
solo pelo. –Pero no es solo pelo.
Escojo
una mochila bastante grande, pero sin que pueda considerarse maleta. Nos vendrá
bien llevar provisiones, pero también tendremos que tener cuidado con no llevar
demasiado peso.
-¿Esa
te vas a llevar? Qué aburrida –comenta Ángela juzgando mi mochila de un liso y
neutro azul oscuro.
-No
puedes llevarte esa –comento sin poder evitar reírme.
-¿Por
qué no? –pregunta divertida sosteniendo una diminuta maleta decorada con
lentejuelas y dibujos de ositos.
-Porque
no vas a la guardería –contesto tendiéndole mi mochila. Ángela la acepta no sin
antes poner los ojos en blanco. Vuelvo a la zona donde la cogí y asgo una del
mismo modelo, pero de color naranja para lo confundirla -. Y ahora, ¿qué?
-Ahora arrasamos con el supermercado –responde Ángela. Le brillan los ojos, y en su rostro asoma una breve sonrisa maliciosa.
Capítulo
3. Encuentro (Ángela)
Mi
mano temblorosa encontró dificultosamente el pomo metálico. Estaba algo
caliente aún. Abrí la puerta lentamente, temerosa de lo que pudiera encontrar.
Nada de lo que imaginaba era peor de lo que realmente encontré.
Lo
que solía ser una expansión de hermosos y altos árboles, arbustos, hierba
fresca y huertos de zanahorias se habían reducido a cenizas. Un vasto paraje de
polvo y vacío se cernía sobre mí. A pesar de haber estado más de catorce horas
sin probar bocado, no me faltaron fuerzas para echar a correr como alma que
lleva el diablo. Necesitaba llegar a casa. Necesitaba ver que todos estaban
bien. Necesitaba ver a Auggie.
El
recorrido que normalmente tardo media hora en atravesar lo finalicé en diez
minutos. Si me hubiese visto mi entrenador, estaría orgulloso de mí. Se me hizo un nudo en la boca del estómago al
pensar en que, probablemente, él también se había reducido a cenizas.
Justo
cuando pensaba que no iba a tener el valor de entrar en mi casa, justo cuando
creía que no iba a tener fuerzas para enfrentarme a más cadáveres de los que ya
había visto en el camino, justo cuando iba a darme la vuelta y volver al
gimnasio, lo vi. No podía entrar en mi casa, porque ya no tenía casa. Solo
quedaba una montaña de escombros decorados con una capa de polvo gris. Ni
siquiera me di cuenta de que estaba llorando hasta que no oí mis propios gritos
saliendo de mi garganta.
Traté,
en un intento inútil, de levantar los grandes trozos de paredes y techos que
sepultaban a mi familia. Fue completamente imposible. Estuve dando vueltas,
probablemente durante horas, alrededor de mi casa levantando piedras y
ladrillos. Aún no sé qué objetivo tenía eso. Ya sabía que no podía salvarles,
que no había nada que hacer. Pero mi instinto me impedía rendirme. Solo paré
cuando se me rompió el alma del mismo modo en que se había derrumbado mi casa.
Fue el momento en que levanté un gran trozo de pared color verde pistacho
recubierta de suciedad y encontré una pequeña mano inerte saliendo de entre los
escombros. Fue en el momento en que encontré el cadáver de mi hermano cuando asumí
la realidad.
Todo
se nubló a mi alrededor. Conseguí tambalearme hasta los escombros de al lado
para vomitar, aunque salió poco más que agua y algo de bilis. Me pasé la
siguiente hora con la mirada perdida, agachada en mitad de la calle, quieta,
solitaria, perdida. No me quedaban fuerzas para llorar. Mi berrinche ya me
había permitido desahogarme, y ahora no me servía de nada.
Estaba
lista para quedarme ahí hasta que, por causas naturales, muriese. Mi apuesta
había quedado en que me acabaría deshidratando. Había hecho trampa
deshaciéndome de la mitad de los líquidos de mi cuerpo a través de lágrimas y
vómito, así que no me quedaría demasiado tiempo. Pero, por supuesto, yo nunca
gano las apuestas.
-¿Eres
real?
Mi
instinto de supervivencia hizo girar mi cuello en un acto reflejo de
protección. Mis ojos encontraron un chico muy moreno, sucio, con una barba
gruesa tapándole la mitad del rostro.
No
me levanté. No hice ningún gesto en el que pudiera adivinarse que estaba viva.
El chico simplemente esbozó una amplia sonrisa y corrió hacia mí. Creo que
nunca nadie había estado tan contento de verme.
Me
resultó raro el abrazo que me proporcionó. No solo porque me estuviera tocando
un desconocido, sino porque ya había asumido que no me iba a tocar nadie nunca
más.
-¿Estás
bien? Estás muy pálida. –No sé cómo pudo adivinar eso, teniendo en cuenta que
sentía cómo el polvo que me rodeaba se había adherido a mi rostro, cubriéndolo
por completo.
El
chico abrió una bolsa de plástico que llevaba consigo. Extrajo de ella un
recipiente de cartón con unas letras que rezaban “Alpro”.
-Es
yogur. Espero que no tengas alergias ni intolerancias –dijo a modo de disculpa.
Abrió
la tapa y empezó a verter el contenido directamente en mi boca, como si le
estuviera dando el biberón a un bebé. Me di cuenta de que, de hecho, su brazo
rodeaba mis hombros, sujetándome para que no me cayese. El sabor dulce de
fresas en mi boca me hizo llorar. Literalmente, provocó que una tímida lágrima
recorriese mi mejilla, cuando creía que no me quedaba líquido en el cuerpo.
-Me
llamo Sayid. ¿Puedes hablar?
Saboreé
el yogur relamiéndome los labios cuando retiró el recipiente. A pesar de ser
consciente de que me había formulado una pregunta, no fui capaz de responderla.
En su lugar, la contesté con otra afirmación.
-Tengo
sueño. –Las palabras salieron de mis labios sin que yo les hubiese dado
permiso.
-Creo
que deberías comer algo antes. Algo más consistente. Y beber. Tienes los labios
cortados.
Sayid
me dio agua del mismo modo que me había dado el yogur. A continuación, sacó un
bollo de pan integral. Su bolsa de plástico se me antojó el bolsillo de
Doraemon. A pesar de que el pan estaba algo duro y nada caliente, me resultó lo
más delicioso que había probado nunca.
Cuando
terminé de comer pude incorporarme y dejar que el brazo de Sayid descansara. Él
me miraba atentamente, pendiente de cada movimiento que hacía. Supongo que
temía que fuera a morirme de repente.
-Ángela
–acabé diciendo con un hilo de voz. Sayid sonrió cálidamente.
-Parece
que solo estamos tú y yo, Ángela.
Capítulo
4. Ruta (Sayid)
Con
las mochilas hasta arriba, haciendo caso omiso de mi recomendación a llevar
poco peso, Ángela lidera la caminata hacia ninguna parte.
-¿Por
dónde vamos?
-No
sé. ¿Importa, realmente? –pregunto, puesto que no sabemos dónde puede haber
alguien, si hay.
-En
realidad, no –accede ella.
Nos
hemos asegurado de llevar comida y bebida suficiente. No hay que haber vivido
muchos apocalipsis para saber qué es lo esencial para sobrevivir. Ángela lleva
en su mochila algo de ropa, aunque no mucha, y un par de libros de bolsillo.
-Por
si nos aburrimos –comentó en el supermercado.
-¿Por
si nos aburrimos? Lo único que vas a hacer es cansarte al llevar más peso del
necesario. Estás ocupando espacio para cosas más importantes –razoné,
sintiéndome un poco su padre por el tono de mi reprimenda.
-No
seas muermo. –Contra ese argumento no podía hacer nada.
No
me habría enfadado si no supiera qué trataba Ángela. Sé que no pensaba en serio
que pudiera servirnos para no aburrirnos. Simplemente cree que no vamos a
encontrar a nadie, y si nos quedásemos sin provisiones, le daría igual que muriésemos,
porque tarde o temprano es lo que va a ocurrir. Así que leer alguna novela sería
una buena forma de matar el tiempo antes de que éste nos mate a nosotros.
Cuando
la encontré, es exactamente lo que estaba haciendo. Esperar a morirse. Pero no
puedo permitirlo.
-¿Crees
que podrás aguantar mucho rato andando? –pregunta fijándose descaradamente en
mis piernas. Poco más y las señala para que no me quepa duda de qué piensa. “No
tienes ni un solo músculo”. Pues los tengo, Ángela. Pero soy un chico discreto,
y mis músculos también.
-No
me juzgues por mi cuerpo –digo algo ofendido -. Soy delgado por metabolismo, no
porque no esté en forma.
-Si
de verdad hicieras ejercicio, tendrías algo de músculo. –Tal y como suponía que
pensaba.
-A
algunas personas no nos salen los músculos tan fácilmente –trato de defenderme.
-Te
aseguro que si hicieras sentadillas con pesas de cuarenta kilos tendrías algo
de cuádriceps. Y un culo impresionante, de paso.
-¿Quién
puede hacer sentadillas con tanto peso?
-Yo
–responde con una sonrisa orgullosa. No puedo evitar bajar mi mirada hasta sus
glúteos -. ¡Oye! –se queja ella, divertida, tapándose con ambas manos el culo.
-Perdona.
Estábamos hablando de eso. Pero sabes que soy gay. Mis intenciones son puras
–aclaro sinceramente.
-Este
culo no deja indiferente a nadie –dice ella caminando como si estuviera en una
pasarela de Victoria´s Secret.
Ojalá
pudiera disfrutar de este tipo de conversación como si fuera un día cualquiera
con una amiga cualquiera. Pero es imposible olvidar lo que estamos viviendo cuando
tenemos que ir pasando por encima de cadáveres.
-¿Quieres
agua?
-Quiero
morirme –gime Ángela haciendo un puchero.
-No
hagas esas bromas. –Intento que mi voz no suene tan seria, pero no me resulta
fácil teniendo en cuenta que hace ese tipo de comentarios varias veces al día.
Mentiría si dijera que no me tiene algo asustado.
-¿Broma?
–murmura ella de forma irónica. Espero.
-Pues
yo sí quiero –anuncio descolgándome la mochila de la espalda. No me había dado
cuenta de cuánto pesaba hasta que mis hombros no están libres. Me los masajeo
levemente, evitando que me vea Ángela para que no vuelva a hacer comentarios
sobre mi debilidad física.
Las
gotas de agua caen por mi garganta cual cascada gloriosa. Al igual que me ha
pasado con el peso, no me daba cuenta de la sed que tenía hasta que no he
bebido. Aunque, para ser honestos, tenía claro que el sol estaba abrasando mi
piel. Incluso llevando camiseta de tirantes era inevitable que millones de goterones
de sudor recorrieran mi espalda a su antojo. Menos mal que se nos ocurrió coger
protección solar en el supermercado, porque con la piel tan clara de Ángela a
estas alturas tendría quemaduras de segundo grado. Ella ha tenido precaución
suficiente para ponerse una camiseta que le cubra los hombros, pero me imagino
que el calor que estará pasando será insoportable.
Analizo
la poca cantidad de agua restante de mi botella frunciendo el ceño, como si
estuviese amenazando al líquido. “Como te acabes, acabo yo con tu familia”.
Aunque en la realidad de mi diálogo con el agua sería “por favor, no te acabes,
eres la última que nos queda”. Si no fuera porque me ofrecí a que dividiéramos
los libros para que llevásemos el mismo peso, y sumar a ello la crema solar y
demás utensilios médicos (las famosas tijeras con las que Ángela se cortó sus
preciadas trenzas, por ejemplo), la mochila iría vacía. Las cuatro botellas de
litro que guardamos hace apenas unos días han volado rápidamente, y la comida
no se está quedando atrás.
Estoy
a punto de decirle a Ángela que deberíamos hacer recuento de los víveres que
quedan para empezar a pensar en racionarlos, cuando ella interrumpe mis
pensamientos.
-Este
es otro sitio.
-¿Cómo?
Ángela
usa su mano a modo de visera, ignorando por completo la gorra que lleva sobre
la cabeza. Gira la cabeza hacia los lados como si estuviese contemplando un
paisaje. Pero sé que lo está analizando.
-Aquí
no hubo un incendio. No hay cenizas –declara ella.
-Bueno,
en mi ciudad no hubo tampoco un incendio, ¿recuerdas? Fue un terremoto. O algo
parecido.
La
verdad es que nunca había vivido un terremoto anteriormente. Sin embargo, no es
difícil imaginar qué ocurre en ellos. Lo que viví tenía todas las
características que cuentan en las noticias cuando ocurre en Japón o algún otro
lugar propenso al movimiento de las placas tectónicas.
-Ya,
pero aquí los edificios están intactos.
Me
sorprendo de mí mismo por no haberme fijado en ello. Supongo que tras tantos
días caminando bajo el sol se me han empezado a achicharrar las neuronas.
Ángela
tiene razón: no hay ni un solo edificio en escombros. Ni siquiera hay amagos de
rotura ni nada similar. Albergaría la esperanza de que no hubiese ocurrido nada
grave y pudiésemos encontrar a alguien con vida, pero hay dos cosas que
contradicen esa ligera ilusión. La primera, el espeluznante silencio sepulcral
que nos rodea. La segunda, y más evidente, los cadáveres que vamos bordeando.
-¿Qué
habrá ocurrido? –pregunta Ángela con curiosidad. Aunque, más que decírmelo a
mí, parece que esté hablando consigo misma.
Hago
de tripas corazón y me acerco a uno de los cuerpos inertes tendido en mitad de
la carretera.
-¿Qué
haces? ¿Te crees forense?
-Soy
curioso. –Me encojo de hombros. Ángela pone los ojos en blanco. Es increíble la
frecuencia con que hace ese gesto. Espero que no lleve lentillas, porque más de
una se le quedaría atrapada entre párpado y cerebro.
El
cadáver en cuestión que inspecciono es una mujer que rondará los cuarenta años,
calculo. Tiene la piel ceniza, incluso algo verdosa si me fijo bien. Me da un
escalofrío repentino que me obliga a apartarme un poco de ella. Ángela me mira
con los brazos cruzados y levantando las cejas, inclinando la barbilla hacia
abajo. Decido ignorar su pedantería y continuar investigando algunos cadáveres.
Acabo
por ponerle nombres a alguno de ellos. Se me hace muy raro observar cuerpos inertes,
sin verlos como personas reales. Lo eran, de eso no cabe duda, y se merece que
se reconozcan como tal. De repente, me asalta el amargo pensamiento de que
ninguna de estas personas ha tenido un funeral. Se me encoje el estómago cuando
me doy cuenta de que el único velatorio que le dio Ángela a su familia fue
llorar y vomitar.
-¿Alguna
conclusión, doctor Watson? –pregunta Ángela con retintín.
-¿Por
qué no soy yo Sherlock? No te veo investigando mucho.
-Porque
el señor Holmes se dedica a pensar, como yo. Tú eres el médico que observa a
los muertos.
Una
breve sonrisa canalla asoma a sus labios. No puedo evitar sonreír, aunque con
algo de desesperación. Seguramente esto es lo más parecido a tener hermanos.
-Todos
tienen los ojos completamente abiertos –informo con un tono de voz profesional.
Ángela
se fija en los cadáveres más cercanos a ella y levanta las cejas en gesto de
sorpresa, asintiendo. Me avergüenza decir que siento bastante orgullo porque se
reconozcan mis averiguaciones.
-Además,
me llama la atención ese color verdoso de sus pieles. Si te fijas, no es simple
palidez post mortem.
-¿Crees
que ha sido envenenamiento por comida o algo así? Cuando eso pasa te cambia el
color de la cara. Bueno, a los vivos. Nunca he visto un muerto al que le haya
ocurrido esto.
Cuando
estoy a punto de contestar, un sonido lejano pero potente me deja helado. Noto
con facilidad que Ángela está en el mismo estado que yo.
Nos
miramos con los ojos abiertos como platos, quietos como estatuas y asustados
como conejos en el matadero.
Un
llanto. Muy agudo. Muy irritante.
Un bebé.
Capítulo
5. El bebé (Ángela)
Esto
no puede estar pasando.
Sayid
comienza a dar vueltas por la calle buscando de dónde proviene el sonido, sin
siquiera preocuparse por recoger su mochila del suelo. Me acerco lentamente a
ella y la levanto con la misma velocidad. Cuelgo ambas asas en un solo hombro,
negándome a girarme. No puedo lidiar con eso.
No
puede haber un bebé vivo.
-¡Es
por allí! –me dice Sayid a voz en grito, señalando firmemente hacia delante. Yo
no sé qué responderle.
Observo
como él recorre la carretera a pasos agigantados. La verdad es que corre
bastante rápido, aunque puede ser que la urgencia de la situación le esté
proporcionando toda esa adrenalina necesaria para ir a trescientos kilómetros
por hora. “¿Quién se cree el corredor más rápido ahora, Usain Bolt? No te has
batido en duelo con un Sayid que escucha el llanto de un bebé en una situación
post apocalíptica. Jaque mate”.
Yo,
por mi parte, me limito a gritar internamente. Quieta, callada. Me da miedo
respirar.
Me
da miedo encontrar un bebé.
Sayid
se para en seco, derrapando tanto que por un momento pienso que se va a caer.
Pero no lo hace. Se recompone y me mira con extrañeza.
-¡Ángela,
venga! –me insta haciendo gestos con la mano para que me acerque -. Vamos
–añade haciendo un megáfono improvisado con ambas manos.
No
tengo fuerzas para discutir sus órdenes, ni mucho menos argumentos para
respaldar mi decisión de convertirme en un vegetal, así que comienzo a andar a
un paso mucho más lento que el suyo. Creo que no he andado más despacio en toda
mi vida.
El
sonido del llanto va subiendo de volumen conforme mis pies avanzan a través de
la calle sin vida. Sin vida, no tanto por los cadáveres sino por sí misma.
-¡Es
un bebé! ¡Aquí hay un bebé! –dice Sayid desde lejos. No puede ser -. ¡Ángela!
-Estoy
llegando –digo intentando controlar el temblor de mi voz.
Ya
no hay llanto. Cuando cruzo la esquina, me encuentro a Sayid con un bebé
rollizo entre sus brazos. El niño tiene medio puño metido en la boca y trata de
agarrar los rizos del oscuro pelo de Sayid con la otra mano.
-¿Te
lo puedes creer?
“No”.
Suelto
la mochila de Sayid en el suelo, e inmediatamente suelto también la mía, porque
bastante es el peso de la responsabilidad que siento que se cierne sobre mis
hombros. El chiquillo me mira con sus grandes ojos azules. Se ríe.
Qué
iluso.
-Corre,
dame agua. Estará muriéndose de sed. Literalmente.
Me
froto la cara con ambas manos y doy un fuerte suspiro en ellas. Cierro los ojos
con fuerza, deseando que al abrirlos ese bebé haya desaparecido, y solo haya
sido una imaginación causada por el cansancio.
Me
llevo una desilusión bastante esperada.
-Ángela,
el agua –me recuerda Sayid con un deje impaciente en la voz.
Me
quito la gorra para mesarme el pelo, porque es el único gesto que se me ocurre
que resulte mejor que arrancármelo.
-Es
muy pequeño. No bebe agua, bebe leche.
Sayid
me mira con una incomprensión infinita. Se nota que no ha tratado con niños. Me
da una amarga punzada en el pecho al recordar a mi hermano.
Los
ojos de Sayid continúan fijos en mí, pero no tengo claro qué está esperando.
-Yo
no tengo –aclaro señalándome las tetas.
-Aquí
todos los edificios están intactos –ignora él mi comentario -. Seguro que hay
un supermercado cerca, o una tienda pequeña de alimentos, o alguna farmacia. Le
damos de comer y, de paso, reponemos provisiones –dice con una emoción
inexplicable.
-Sayid
–comienzo a decir, con una tremenda dificultad para que broten las palabras.
-Acércame
mi mochila. Al bebé lo llevaré en brazos. No me puedo creer que esté vivo. Pero
creo que ya sé qué ha ocurrido. Ha debido de ser algún tipo de gas venenoso o
similar, porque él llevaba puesto este inhalador –continúa obviándome Sayid.
Señala una máscara para nariz y boca unida a un pequeño recipiente -. Será
asmático. Pobre, con lo pequeño de es. Pero es lo que le ha hecho sobrevivir.
Digo yo.
-Sayid
–vuelvo a intentarlo.
-Lo
importante es haberlo encontrado a tiempo. Menos mal que estaba a la sombra,
porque le habría dado un golpe de calor, por no hablar de las quemaduras.
-Sayid…
-Su
madre debía de ser esa de ahí –prosigue señalando a un cuerpo inerte -. Parece
que lo pudo dejar con delicadeza, porque no tiene heridas –comenta sujetando al
niño con ambas manos frente a él, dándole vueltas para verlo desde todos los
ángulos posibles. El pequeño ríe, divertido -. Al menos, no a simple vista.
-Tenemos
que dejar al bebé aquí –suelto de sopetón. No aguantaba más.
La
mirada de Sayid habla por sí sola. Sus ojos se quedan fijos en los míos, con
sus manos aún sosteniendo al niño en volandas. Su vista pasa a mirarle a él
mientras lo acomoda entre sus brazos. La comparación entre la redondez del bebé
y la delgadez de Sayid es alarmante.
-¿Qué?
–pregunta en un tono que me rompe el corazón en pedazos.
-No
podemos llevar esta carga.
-No
es una carga. Es una persona –argumenta con toda la firmeza que su voz le
permite.
-Es
un bebé de pocos meses. No podemos encargarnos de él.
-No
podemos dejarle morir. -La voz se le quiebra levemente con esa frase. Aguanto las
lágrimas lo mejor que puedo. Debo ser firme.
-Sayid,
tienes veinte años. Yo, diecinueve. No sabemos dónde vamos, ni con quién vamos
a encontrarnos. Ni siquiera si podremos encontrar a nadie. No podemos cuidar a
un niño pequeño.
Veo
que, aunque comprende lo que le digo, no quiere hacerlo. Es como decirle a un
estudiante que no le puedes aprobar el examen sacando un dos. Sabes que opina
lo mismo que el profesor, pero mantiene esa expresión de perrito abandonado.
Pues igual.
-No
voy a dejarlo –repite esta vez con menos firmeza.
-O
se queda él o me quedo yo –me obligo a amenazar. Por favor, que me elija a mí.
En
realidad, no tengo ningún deseo de quedarme aquí sola. Pero sé que Sayid tiene
miedo a que pueda suicidarme tal y como traté de hacer cuando encontré mi casa
derrumbada. A decir verdad, ahora tengo la mente fría y no soy capaz de dejarme
morir simplemente. Pero eso él no tiene por qué saberlo.
Sin
embargo, veo que se aferra al bebé como si su vida dependiera de ello. Avanzo
despacio aún con los brazos cruzados sobre el pecho y me siento en el bordillo
de la acera. Le dirijo una mirada desafiante a Sayid, pero en el fondo de mi
mente le suplico que me haga caso. “No me dejes sola. No me abandones. No
puedes sobrevivir llevando a un bebé. No me hagas esto. No te hagas esto”.
El
bebé posa su rechoncha mano, probablemente sin querer, sobre la mejilla de
Sayid. En ese momento, sé que lo he perdido.
Sayid
deja mi mochila en el suelo, junto a mí, y se aleja sin mirar atrás.
Capítulo
6. Abandono (Sayid)
Litros
de lágrimas brotan de mis ojos en cuanto sé que Ángela no puede verme ni oírme.
Aún no me creo que haya podido dejarla atrás, pero mucho menos me creo que me
haya obligado a dejarla. ¿Qué pensaba, que podía abandonar a un bebé indefenso
a merced de la nada?
No
termino de entender por qué no quería que nos lo llevásemos. No soy estúpido,
sé que nos va a retrasar. Sé que vamos a ir más lentos, más cansados y con
mayor preocupación para encontrar comida. Pero está por encima de mí dejar a un
niño en el suelo y marcharme. “Espero que te mueras de sed pronto, para que no
sufras la soledad. Suerte”. Simplemente no.
Me
alivia encontrar pronto una farmacia. Compruebo que, efectivamente, no hay nada
derrumbado. Creo tener razón con respecto al gas. Por eso está todo intacto.
Por eso el único superviviente es un bebé que llevaba puesta una máscara de
oxígeno.
Hay
un par de personas en la tienda. Cadáveres, mejor dicho. Todos tienen el mismo
aspecto que los encontrados por la calle.
-Debería
taparte los ojos –le digo al bebé mientras bordeo un cuerpo fallecido.
En
realidad, no tengo ni idea de qué come un niño de esta edad. Porque, entre
otras cosas, no sé qué edad tiene. ¿Será lo suficiente mayor para un potito?
¿Debería darle solo biberones, por seguridad, o pasará hambre?
Asgo
una bolsa de polvos de leche y la sujeto frente a mis ojos como si fuera algo
radiactivo. Comienzo a leer las instrucciones y me marean. No tengo microondas
para calentar el agua, así que no sé por qué me planteo siquiera hacer esto. Igual
se la puedo dar con agua normal, aprovechando que hace calor. Empiezo a
entender a Ángela. Probablemente será peor cargarme yo al bebé que dejarlo
morir por causas naturales.
Decido
probar suerte con un potito de frutas. No parece llevar muchas cosas, es
bastante líquido y no requiere preparación.
-Deséate
suerte –le aconsejo a mi adoptado dejándolo en el suelo para poder tener ambas
manos libres para abrir el potito. Él se ríe.
Sonrío
aliviado cuando el bebé abre la boca y recibe la cucharada de comida con ganas.
No tengo problema para que se lo tome entero, e incluso me planteo darle otro.
Se supone que es de manzana y naranja, pero simplemente huele a frutas. Y a
gloria.
No
tenemos la misma escasez de comida que de agua, pero ha sido todo gracias a
Ángela y su capacidad de racionar los víveres. De ser por mí, habríamos muerto
de inanición.
-¿Puedo
tomar otro trozo de pan? –prácticamente le supliqué.
-No.
-Porfa
–gemí quejumbroso. Iba arrastrando los pies tratando de seguir su ritmo. No
bromeaba cuando dijo que estaba en forma.
-Solo
llevamos como dos días andando. No sabemos cuándo vamos a encontrar otro
supermercado o cualquier sitio con comida. –Ángela se giró en seco para mirarme
directamente a los ojos, amenazante. Yo di un paso hacia atrás instintivamente
–No vas a comerte mi pan.
Cuando
el bebé rechaza otra cucharada del nuevo potito, decido terminarlo yo.
Seguramente tendrá bastante que ver el hecho de estar hambriento, pero está
riquísimo.
-Tendremos
que buscar algo de agua y guardar unos cuantos de estos, ¿no? –comento
señalando los potitos.
Frunzo
el ceño cuando me doy cuenta de que el bebé tiene los ojos llorosos. Un pánico
inmediato me corroe en el momento en que comienza a berrear como si le fuera la
vida en ello.
-No,
no, no, no –musito poniéndome en pie, como si desde arriba tuviese mejor
control de la situación.
El
bebé me mira, suplicante. No tengo ni idea de qué puede querer. Jamás he tenido
que cuidar de un niño, ni siquiera tenía conocidos ni familiares tan pequeños.
Ángela no lo sabe, pero me crie en un orfanato. Allí los menores de tres años
estaban aparte, por lo que desde que cumplí cuatro no tuve relación con bebés.
Hasta hoy.
Uno
de los motivos por lo que no quise dejar a este niño es que sé lo que es
criarse siendo huérfano. No podía abandonarle como me abandonaron a mí. No
podía permitir que supiera lo que es la soledad desde una edad tan temprana.
El
llanto se convierte en una tristeza súbita. Abriendo sus enormes ojos azules,
con ambos puños en la boca y sorbiendo por la nariz, mirándome. Pidiéndome
algo.
-No
sé qué quieres –digo, como si sirviese de algo. Me da la sensación de que me
entiende.
Vuelve
el intrusivo pensamiento de que Ángela tiene razón. No puedo hacerme cargo de
un bebé. No sé hacerlo. No tengo ni la menor idea de todas las necesidades que
tiene un niño de pañales.
Pañales.
-Por
favor, que no sea esto –suplico sujetando al bebé, acercándolo a mi nariz.
Esnifo levemente e inmediatamente lo separo de mi cara -. Mierda. –Nunca mejor
dicho.
Un
millón de enormes paquetes azules y blancos se enfilan frente a mí. El plástico
viene decorado con una fotografía de niños de edades similares al que sostengo
en brazos.
-Tienes
cara de modelo de paquete de pañales. –El bebé se ríe. Cada vez que hablo tengo
mayor convicción de que me entiende.
Acabo
por coger unos cualquiera, porque teniendo en cuenta que no sé su edad, me
limito a guiarme por el bebé que sale estampado en el paquete. Es bastante
parecido al mío, así que asumo que tendrán la misma talla. Supongo.
Tras
un par de intentos, toallitas en cantidades industriales y una capa de polvos
de talco, mi bebé se queda dormido. Vuelve un poco el pánico, puesto que si se
despierta lo más probable es que comience a llorar, pero si lo tengo en brazos
no puedo guardar lo que necesito en la mochila.
De
repente, me doy cuenta de lo cansado que estoy. Y solamente llevo una hora con
él.
-No
podemos hacer esto solos, ¿a que no? –le susurro.
Tengo
que volver a por Ángela.
Capítulo
7. Hogar (Ángela)
La
carretera está cubierta de hormigas muertas. Aún estoy sentada en el bordillo.
Siempre que estoy así me entretengo mirando los bichitos que circulan en
comunidad, llevando algún trozo de chuchería o migas de galletas, siguiéndose
los unos a los otros en fila. Sayid tendría razón, y el desastre de esta ciudad
sería un gas que también acabó con los animales. Me da un escalofrío al
pensarlo.
¿El
incendio de mi pueblo? Podría haber sido un accidente. Alguien despistado. O
incluso por causas naturales. A veces hace el suficiente calor como para que
los árboles ardan sin motivo aparente, y mi pueblo estaba formado básicamente
de bosque. También podrían haber sido maleducados dejando basura por allí. Un
cristal que, combinado con los rayos del sol, provoca llamaradas.
El
terremoto en la ciudad de Sayid podría haber sido simple movimiento de las
placas tectónicas. Muy fuerte, eso está claro. Normalmente sobrevive más gente,
y no solo un chico que tuvo suerte. Pero cabía la posibilidad.
No
se me ocurre cómo un gas tóxico puede lanzarse de manera natural.
Me
levanto involuntariamente, forzada por mi propio cuerpo para abandonar esos
pensamientos. No me sirve de nada crear teorías conspiranoicas. Bastante tengo
con lo que tengo.
No
me puedo creer que se haya ido.
No
me puedo creer que no haya vuelto.
“Pues
no vuelvas. No te necesito”, me imagino mintiéndole.
Me
fijo en que la casa justo detrás de mí tiene un pequeño porche con una silla de
bambú blanco, cojín incorporado en el asiento. “Mejor que el suelo es”. Cuando
subo el escalón no puedo evitar probar suerte con la puerta.
-Huh
–me sorprendo, agradecida, cuando el pomo cede y la puerta se abre -. Pues vaya
seguridad tenían.
Se
me antoja nostálgica una casa tan solitaria. Me preparo para encontrar
cadáveres, porque estando la puerta abierta lo más probable es que hubiese
gente en casa. Pero me encuentro algo peor. Una foto de una mujer con un bebé
en brazos.
La
mujer es el cuerpo que hay tendido en mitad de la calle. El bebé es el que se
ha llevado Sayid.
Me
dan escalofríos. Otra vez.
Los
escalofríos aumentan cuando levanto la vista del cuadro de fotos y encuentro un
espejo. No puedo más que horrorizarme.
No
creo que haya pasado más de una semana desde que comenzamos la caminata desde
mi pueblo, y ya estoy hecha un asco. Evidentemente las duchas han sido
imposibles, por lo que el aseo que hemos llevado a cabo se ha limitado a
cambiarnos de ropa, y no muchas veces, y darnos con algo de agua de las
botellas que llevábamos, pero en proporciones minúsculas para que no se nos
acabase. Decidí priorizar la hidratación a la higiene.
Tengo
el pelo grasiento y mal cortado. La piel de mi rostro está sucia y me ha vuelto
a salir acné, como me ocurría en la época del instituto. La camiseta que llevo
tiene marcas de sudor por todas partes. Ni siquiera me atrevo a abrir la boca.
La
primera parada que hago es la cocina. Arraso con la nevera. Las cosas que
estaban abiertas tienen moho, o huelen mal. Pero, gracias al cielo, hay cosas
cerradas, como quesos de untar y yogures. Por no hablar de botellas de agua,
refrescos y zumos. Me extraña que viviese la mujer sola con el bebé, a juzgar
por la cantidad de comida que hay, pero en todas las fotos que he encontrado
por el camino no aparecen más personas. A mí me viene genial.
La
despensa está llena de latas de conserva que abro con deseo. Nunca me habían
sabido tan bien unos garbanzos de bote. Estoy a punto de tener un orgasmo
cuando encuentro galletas y cereales.
La
siguiente parada es el baño. Un par de lágrimas recorren mis mejillas cuando
abro el grifo y corre el agua. Tenía miedo de que, con la falta de gente, no
funcionase. A veces me impresiona lo ignorante que soy. Ni siquiera sé cómo
funciona el entramado de cañerías.
No
escatimo en usar champú, gel, mascarilla para el pelo e incluso algún
exfoliante y cremas para la cara. Estoy tanto tiempo allí que no me doy cuenta
cuando alguien más entra en la casa.
-¿Ángela?
–oigo la voz de un temeroso Sayid a través de la puerta del baño.
-Sí
–confirmo tras cerrar el grifo para que podamos escucharnos nítidamente. No
puedo evitar emocionarme porque haya vuelto.
-Yo
también me quiero duchar –acaba diciendo tras un silencio.
-Acabo
en seguida –digo, sonriendo -. En la cocina hay mucha comida. De todo.
Escucho
los pasos de Sayid bajando las escaleras a toda prisa. Vuelvo a sonreír.
Con
el pelo mojado y un espejo para verme, consigo arreglar en cierta medida mi
corte de pelo. También reúno una cantidad indecente de hebillas y coletas.
Nunca son suficientes.
Me
envuelvo en una toalla y salgo del baño con un pequeño trapo debajo de cada
pie. No quiero volver a mancharme ahora que estoy limpia, pero no pienso volver
a ponerme los asquerosos calcetines que llevaba.
Debería
hacerle un funeral a la mujer que vivía aquí para agradecerle que tengamos la
misma talla. Me sienta muy bien ponerme ropa limpia, y además es bastante
bonita. Escojo lo más cómodo de su armario, pero no puedo evitar cotillear las
demás prendas. Un traje color salmón de tela fina me roba el corazón. Sostengo
la percha ante mis ojos para poder contemplarlo con detenimiento. Me imagino
embutida en él, yendo a la graduación de la universidad, a la boda de algún
amigo o, simplemente, para ir a cenar a un sitio extraordinariamente elegante
que, de normal, no me podría permitir, pero que en ese caso sería una ocasión
especial. Supongo que ninguna de esas cosas va a pasar.
-¿Estás
visible? –pregunta Sayid desde el pasillo.
-Sí,
pasa –contesto guardando el traje y cerrando el armario.
-Se
nota que has comido.
-Se
nota que te has duchado.
Sayid
deja al bebé en la cuna que hay junto a la cama de matrimonio. Los marcos de
fotos de la mesita de noche son únicamente fotografías de él.
-Creo
que era madre soltera –comento distraída.
-¿Cómo
lo sabes?
-Porque
no hay más personas en los marcos de fotos. Solo ella y el bebé.
-Félix.
-¿Qué?
–inquiero con un nudo en el estómago.
-El
bebé. Se llama Félix. Lo leí en su pañal cuando se lo cambié –aclara Sayid -.
Que, por cierto, creía que sería más repugnante de lo que resultó. Supongo que
le he cogido suficiente cariño para que no me asqueen sus excreciones. Bueno,
que no me asqueen mucho. Algo sí, evidentemente.
Sayid
continúa con su reflexión prácticamente sin dejar silencios para respirar. Yo
no puedo más que mirar al bebé, desencajada.
-Aunque
lo que no entiendo es por qué iba a tener su nombre escrito en los pañales
–comenta Sayid frunciendo el ceño.
-Porque
iba a una guardería –mi casi hermano me mira, confuso -. En muchos sitios te
piden que lleves los tuyos propios. Le escribes el nombre del bebé para no
estar comprándole pañales a media clase. A cada niño les ponen solo los suyos
–le informo encogiéndome de hombros.
-¿Cómo
sabes eso?
-Por
mi hermano. Me acuerdo cuando él estaba en la guardería.
-Oh.
–Puedo notar cómo Sayid recuerda cuando me encontró llorando balbuceando que
Auggie había muerto. El nombre de mi pequeño cruzando mi mente termina de tomar
la decisión que yo había comenzado a especular.
-No
podemos abandonarle –declaro mirando fijamente a Félix. Él me observa con sus
enormes ojos.
-¿En
serio? –A Sayid se le ilumina el rostro cuando me escucha pronunciar esas
palabras.
-En
serio –le confirmo con total seriedad.
El
chico asiente, como asimilando el nuevo plan. No sé si se puede llamar así.
-¿Quieres
que busque si hay algún sitio para llevarle? Una mochila, un carrito o lo que
sea. Porque pesa bastante para lo pequeño que es –dice Sayid.
-O…
podemos quedarnos –propongo.
-¿A
vivir en esta casa? ¿Para siempre?
-¿Por
qué no?
Sayid
reflexiona un momento sobre mi sugerencia. Esto es probablemente la mayor
tontería que podemos hacer, pero lo único en lo que pienso ahora mismo es en
tener una cama, una ducha y un supermercado cerca. Todo eso lo tenemos justo
aquí. Seguir moviéndonos se me antoja una pesadilla.
-Vale
–concluye con una gran sonrisa.
Capítulo
8. Supervivencia (Sayid)
De
repente, todo dejó de temblar. Noté que el suelo volvía a ser estable. Sin
embargo, no fui capaz de salir de mi improvisado refugio hasta pasados unos
treinta minutos. El corazón me iba a mil por hora. Pero no estaba muerto. Había
sobrevivido y aún no entendía cómo.
Levanté
el enorme barril de metal por encima de mi cabeza, no sin cierta dificultad.
Parecía mentira que mi idea hubiese funcionado. Parecía mentira que justo el
día en que compramos ese cachivache de acero, o hierro, o de lo que sea que
estuviera hecho fuese el día en que necesitase esconderme bajo él para sobrevivir
a un terremoto. Parecía mentira que yo hubiese sido el escogido para llevarlo.
-Chicos,
¿podéis ayudarme? –nos había pedido el profesor Ramos.
-En
realidad, estamos en mitad de un partido de baloncesto, profesor. Nos gustaría
terminarlo –respondió en boca de todos Raúl, tan pretenciosamente educado como
siempre.
-Por
favor, solo será un momento. Mi espalda no me permite llevar tanto peso
–insistió el profesor.
Me
di cuenta de que los chicos no tenían ninguna intención en ayudarle, así que me
ofrecí a que alguien me sustituyese en el partido para poder transportar ese
enorme trozo de metal. Tampoco era muy útil mi papel de jugador. Me daba un
poco de respeto ayudar al profesor, a decir verdad, puesto que era
probablemente el que menos fuerza tenía de todos los que estábamos allí. Sin
embargo, la pena que me dio el pobre hombre fue más fuerte que mis músculos.
-¿Para
qué es esto, profesor? –pregunté para distraer mi mente del peso que estaba
llevando, en el intento de que no me diera una hernia.
-Es
para hacer un huerto. He pensado que podría ser divertido que cada uno
cultivéis vuestros propios vegetales –respondió el profesor. Su tono dulce y
sereno que normalmente utilizaba con los alumnos se había visto algo mermado a
causa del esfuerzo que estaba realizando. Se reflejaba en su voz que no le
resultaba nada fácil cargar con ese gran baúl sin tapadera.
-¿No
habría sido mejor comprar uno de madera?
-Este
será más resistente. –No pude discutir a esa tierna sonrisa.
Mis
pies tambalearon levemente.
Ese
fue el momento en el que comenzó el desastre.
-¿Es
un terremoto? –pregunté sin intentar ocultar mi pánico.
-Parece
serlo. No te preocupes. Al aire libre es menos probable que nos caiga nada. Voy
a avisar a los chicos para que tomen las precauciones necesarias.
El
profesor posó en el suelo su extremo del barril, así que yo hice lo mismo.
-Quédate
aquí. Si esto continúa, cúbrete con el recipiente. De verdad, es muy resistente
–añadió el profesor Ramos sin perder la sonrisa.
Sin
embargo, el temblor cada vez fue a más. Lo que al principio parecía un simple
terremoto, al final resultó un caos total. Tuve que tirarme al suelo para no
caerme. Vi que el profesor hacía lo mismo. Hasta que me di cuenta de que no era
eso lo que había pasado.
No
se había tirado él al suelo. Algo lo había tirado.
Le
había caído una canasta encima.
Lo
único que consiguió apartar mi vista de la horrorosa imagen de mi profesor
desangrándose en mitad del patio, fue el edificio derrumbándose en menos de dos
segundos. No me faltó tiempo para cubrirme con el huerto, tal y como me había
recomendado el profesor.
Aferre
las palmas de las manos al suelo, que se agrietaba poco a poco con cada
vibración. No pude contener un llanto de terror absoluto. El agobio era
abrumador. Estaba sintiendo algo de claustrofobia allí dentro, pero nada podía
ser peor que salir. Un fuerte golpe me dio un vuelco al corazón, pero pude
comprobar que seguía con vida.
Y,
de repente, paró. Apoyé la frente en el suelo para recuperar un ritmo de
respiración normal. Restregué el dorso de la mano derecha por mis mejillas para
enjuagar todas las lágrimas que se habías escapado. Usé todas las fuerzas que
mis minúsculos bíceps podían contener y levanté el contenedor que me arropaba.
Resultó más necesaria la fuerza mental que la física para llevarlo a cabo,
puesto que no me veía capaz de enfrentarme con lo que hubiese allí fuera.
Me
impresioné al descubrir que, efectivamente, el recipiente aguantó todo el
terremoto. Lo que un colegio de tres plantas no pudo aguantar. Me di cuenta,
incluso, de que me había caído una canasta encima por la abolladura que se
había hecho en el barril de metal. Como al profesor, pero con suerte.
La
vista era devastadora. Todos mis compañeros tirados por el suelo. Mi hogar
derrumbado. El suelo agrietado, las canastas derribadas y todo hecho polvo. No
podía estar pasando.
Me
mesé el pelo tratando de decidir qué hacer. Habría sido una locura entrar al
edificio, pero es donde tenía mi vida entera. Mi ropa, mis videojuegos, mi
comida.
Mis
amigos.
Simplemente
no podía entrar. Así que decidí salir del internado.
El
espectáculo de la calle no era para nada mejor. Las mismas condiciones del
colegio, pero unido a la exuberante cantidad de personas que componían toda la
ciudad.
Ni
siquiera fue una decisión activa ni consciente el empezar a caminar. Solo que
no tuve más opción. Encontré una bolsa de supermercado con algo de comida
aferrada por un hombre sin vida. Se la arrebaté sin piedad, aunque
completamente atontado, y me alegré de que hubiera sobrevivido. Más o menos.
Empecé a caminar sin rumbo fijo ni ideas en la cabeza mas que la de salir de
allí cuanto antes.
Capítulo
9. Félix (Ángela)
Después
de pasar como una semana en casa de Félix, empiezo a aburrirme. No es un aburrimiento
como el de estar sin nada que hacer y tener que buscar un entretenimiento. Se
asemeja más a no tener ningún plan de vida y sentir que lo que haces es una
pérdida de tiempo.
Los
primeros días fue reconfortante poder descansar. Duchas largas, excursiones al
supermercado en las que volvíamos con bolsas repletas de chocolatinas, jugar
con Félix, probarme la ropa de la madre de Félix… Por no hablar de que casi se
me salen los ojos cuando encontré el despacho, el cual cuenta con una extensa
estantería cubierta de libros. Me pasé dos horas para decidir cuál comenzar a
leer, porque no podía dejar de escoger todos los que me suplicaban que los
librase de su balda.
Pero
ahora, una vez con fuerzas repuestas y la mente fría, me doy cuenta de lo
absurdo de la situación. ¿Qué pretendemos, formar aquí una familia? Sayid y yo,
los padres del año para Félix. No tiene ningún sentido. Aunque, a decir verdad,
la idea de continuar caminando me aterra.
Aprovecho
que Sayid está durmiendo al bebé para ponerme una copa de vino blanco, el cual
decidí coger del supermercado sin consultarlo con nadie, porque simplemente
quería sentirme adulta. Me siento en el suelo del balcón apoyando la espalda en
la pared. Desde aquí, el segundo piso, no se ve el desastre de cadáveres de la
calle. Solo se expande ante mí las innumerables estrellas brillantes del cielo.
Teniendo en cuenta que no hay nadie que pueda tener luces encendidas, coches
funcionando ni fábricas contaminando, se ven con total nitidez. Es una gozada,
si no pienso en toda la situación que lo rodea.
Sostengo
en mi mano la fotografía en la que aparecemos mi hermano pequeño y yo, hace un
par de años. Nunca salgo de casa sin ella, y no sé qué habría hecho si justo el
día del incendio me la hubiera dejado en casa. Necesito a Auggie cerca de mí,
siempre. Y, ahora, esta es la única forma de tenerle.
Me
la guardo en el bolsillo al escuchar pasos acercándome para no tener que dar
explicaciones. Estoy demasiado exhausta.
-Hola
–saluda Sayid sentándose frente a mí.
-¿Por
qué susurras? Félix está a dos habitaciones de aquí. Y no creo que haya nadie
más a quien puedas despertar… -murmuro llevándome la copa de vino a los labios.
Saboreo cada gota que recorre mi garganta -. ¿Quieres? –ofrezco
inconscientemente.
-No
bebo –me sonríe Sayid, porque eso yo ya lo sabía.
-Ah,
claro. Perdona.
-No
pasa nada. Tengo mis propias provisiones –dice mostrándome una taza de
chocolate caliente. Yo sonrío, feliz de que esté feliz -. Vaya, nunca había
contemplado las estrellas con tanta claridad.
-¿En
serio? –me sorprendo. Acostumbrada a vivir prácticamente en el campo, estas
vistas no se alejan demasiado a lo que solía ver cada noche desde casa.
-Vivía
en pleno centro de la ciudad. Todo era humo de coches y contaminación lumínica.
Asiento
algo ausente. Solo me apetece disfrutar del frescor nocturno y de mi vino
blanco.
-¿Te
puedo hacer una pregunta?
-Claro.
-¿Por
qué decidiste quedarnos al bebé? Al principio, parecías muy segura de tu
decisión. ¿Cambiaste de idea cuando me lo llevé?
Doy
un profundo suspiro, temiendo una profunda conversación para la que no tengo
fuerzas.
-No,
la verdad es que no fue en ese momento.
-¿Cuándo
fue? –pregunta sorbiendo de su chocolate, el cual le deja un infantil bigote
dulce. Sayid ha aprovechado nuestra estancia en hoteles Félix para afeitarse la
barba al cero. Al principio lo veía algo raro sin ella, pero ahora que me he
acostumbrado creo que la cara desnuda le hace parecer un niño pequeño, lo que
me hace multiplicar por diez mi ternura hacia él.
-Cuando
me dijiste cómo se llama.
Sayid
frunce el ceño, confuso. Advierto que comienza a aprender a cómo tratar
conmigo, puesto que no me acribilla a preguntas. Simplemente espera a que aclare
mis ideas y esté preparada para explicar las cosas.
-Félix
fue el nombre que me pusieron cuando nací. Es el nombre con el que crecí antes
de saber que era transexual e identificarme como Ángela.
Sayid
asiente, atento a lo que tengo que decir. Su expresión me reconforta. Sé que
nunca me juzga; él intenta entenderme.
-Cuando
me dijiste que se llamaba así, me imaginé a mí misma. Si esto hubiese pasado
hace diecinueve años, ese mismo bebé podría haber sido yo.
Las
palabras comienzan a brotar acompañadas de un nudo en la garganta. Sé que no me
falta mucho para comenzar a llorar.
-Con
solo imaginarme cómo me habría sentido si me hubieran abandonado… Si alguien
hubiera visto a mi yo bebé, indefensa, y me hubiera dejado allí sin más. Es
horrible con solo imaginarlo, ¿entiendes? Y, sin embargo, yo iba a ser esa
terrible persona que ignora a un pequeño bebé sin miramientos –continúo
prácticamente gritando. Las lágrimas me humedecen las mejillas -. Encima,
cuando me acordé de mi hermano… Pensar que alguien lo hubiese encontrado vivo y
lo hubiera dejado solo a morir. Yo habría querido matarles a ellos –añado,
secándome el rostro con el dorso de la mano -. No me puedo creer que haya sido
tan insensible.
-No
lo fuiste. Tenías parte de razón –concede Sayid.
-No,
no la tenía. Fue muy egoísta. Ojalá fuera como tú. Eres un sol.
-En
mi decisión también había una motivación subjetiva.
-¿Qué
quieres decir? –pregunto, extrañada. No me lo había comentado.
-Soy
huérfano. –Durante unos instantes, se me para el corazón -. Mis padres me
abandonaron cuando era un bebé. He ido pasando de orfanato a orfanato a lo
largo de mi vida. En cierto modo, yo mismo también me vi en Félix. No podía
hacerle lo mismo que me hicieron a mí.
“Te
has lucido, Ángela”.
-Dios,
Sayid. No tenía ni idea. Lo siento muchísimo. Debes pensar que soy la peor
persona del mundo.
-No
lo hago.
-Pues
deberías, porque yo sí que lo creo.
Un
silencio se enlaza con la oscuridad de la noche. Busco refugio en mi copa de
vino, porque no sé qué puedo decir. Me sorprendo al levantar la vista y
encontrarme con los ojos de Sayid fijos en los míos. Sonríe.
-¿Te
pusieron tus padres el nombre? –pregunto arriesgándome a ser intrusiva. Sayid
se encoge de hombros como si nada, así que supongo que no le molesta mi
curiosidad.
-Me
imagino que sí. Quiero decir, los del orfanato me habrían puesto un nombre
español.
-A
lo mejor les importabas a tus padres, pero algo les impedía criarte –sugiero -.
No tiene sentido molestarse en pensar un nombre para alguien a quien abandonas
por falta de cariño.
Sayid
se queda mirando al infinito, y de nuevo tengo la certeza de haberme pasado de
la raya. Cuando estoy a punto de retractarme y pedir disculpas, él se adelanta.
-Nunca
lo había visto de ese modo. –Sayid se endereza y posa su vista en la mía -.
Gracias –dice frunciendo levemente el ceño, como si aún estuviese reflexionando
sobre mi teoría. Yo sonrío con gran alivio.
Cuando
me llevo la copa a los labios, la advierto vacía. Aún no he tenido el coraje de
comentar lo que pienso y ya no me queda alcohol para distraer mis nervios.
-Ojalá
te hubiese conocido antes –me sorprende Sayid -. Eres como… -el chico titubea
tratando de encontrar las palabras.
-¿Una
hermana? –pruebo suerte. Él asiente, satisfecho con mi propuesta.
-Como
una hermana. Y como un alma gemela.
-Seremos
hermanos gemelos entonces –bromeo.
-Somos almas hermanas –declara firmemente.
Capítulo
10. Objetivo (Sayid)
Me
llevo una agradable sorpresa cuando veo a Ángela sacando a Félix de la cuna.
Nunca me la habría imaginado siendo maternal, por mucho que insista en cuanto
quería y cuidaba a su hermano pequeño. Es de esas chicas que, de tan fuertes
que son, solo las puedes imaginar independientes, sin bebés que las aten al
mundo. Supongo que no debería prejuzgar a la gente.
Me
acerco sigilosamente para no estropear el momento. Félix parece feliz en los
brazos de Ángela. Me percato de que ella, sin embargo, no sonríe. Parece
triste, y creo saber el motivo. Pero soy demasiado cobarde para mencionarlo.
-Qué
ojos más grandes –comenta ella, distraída.
-Se
parecen a los tuyos –añado yo, sobresaltándola.
-Los
míos son verde oscuro. Los de Félix son más azules que el mar. A ver donde
miras cuando me hablas… -dice en un tono sugerente. Yo me río.
-Perdón,
me cuesta esconder mis instintos de machote. –Las carcajadas de Ángela me
devuelven a la vida.
Félix
agarra el dedo índice de mi hermana con un su pequeño puño. Ella se lo lleva a
los labios y le propina un dulce beso que termina de desmontar mis prejuicios
sobre sus instintos de madre.
-¿Quieres
tener hijos? –inquiero, curioso. Se encoge de hombros.
-Nunca
me lo he planteado. Pero no me importaría. Además, me gustaría adoptar. O, al
menos, ser como una casa de acogida. –Ángela me tiende al bebé para que lo
sostenga en mis brazos -. He oído que hay muchos niños adorables en orfanatos
–añade guiñándome un ojo.
-Supongo
que ya no tantos –digo sin poder evitar hacer una mueca al acordarme del
terremoto en el internado. Todos esos chicos perdiendo la vida…
-¿Vivías
solo?
-¿Qué?
–pregunto, confuso, aún con la mente en el profesor Ramos siendo derrumbado por
una canasta.
-Que
si vivías solo –repite ella.
-No.
En el internado donde me crie durante toda la época del instituto me dejaron
quedarme. Yo ayudaba en las tareas de cocina, limpieza, vigilando a los chicos,
y a cambio me ofrecían un techo, una cama y un plato en la mesa –explico sin
entrar en muchos detalles. Lo último que me apetece es seguir avivando esos recuerdos
-. Me pareció buen plan. Así podría seguir estudiando sin preocuparme en
conseguir un trabajo para pagar el alquiler, entre otras cosas. Además, ya le
había cogido cariño a muchos de los profesores como para despegarme de ellos
sin más.
Mezo
a Félix para distraerme del nudo que se me ha formado en el pecho. Me fijo en
que Ángela está de brazos cruzados mirando al suelo. Tengo la sensación de que
no ha escuchado ni media palabra de lo que he dicho.
No
podemos seguir ignorando esta situación.
-Te
quieres marchar –digo. No es una pregunta.
Ella
levanta la cabeza de sopetón con los ojos abiertos de par en par. “¿Cómo puedes
leerme la mente, Sayid?”, siento que pregunta. “Porque eres mi hermana gemela,
Ángela. Somos almas hermanas”.
-Sí
–asiente -. Perdona.
-¿Por
qué?
-Porque
tú te quieres quedar. –No es una pregunta.
-No
voy a mentirte: aquí estoy muy a gusto. Tengo una cama donde dormir, un
supermercado donde comprar lo que haga falta y una compañía excelente.
-¿Pero
hasta cuándo vamos a tener eso? Las existencias del supermercado se agotarán,
Sayid. ¿Qué haremos entonces? ¿Irrumpir en otra casa cercana al siguiente
Mercadona?
-Pues
sí, supongo –respondo sin mucha convicción -. ¿Por qué quieres marcharte? –se
me ocurre preguntar. He aprendido que Ángela siempre tiene una lógica detrás de
todo lo que hace.
-Porque
aquí no tengo un objetivo –confiesa.
-¿Un
objetivo?
-Algo
que me motive. Antes de todo este lío tenía mis metas en la vida: aprobar el
siguiente examen que tuviera, añadir un kilo más a las pesas, terminar de
escribir la novela que empecé… Por eso lo primero que se me ocurrió cuando vi
mi casa destrozada fue quedarme allí a morir. Por eso te oculté que tus ganas
de andar y andar hasta encontrar a alguien me dieron ganas de vivir. Había un
objetivo. Ahora… -concluye con un gran suspiro -. Ahora no.
Reflexiono
sobre lo que ha dicho. No puedo permitirme ser tan egoísta como para encerrarla
en esta casa. No puedo volver a dejarla sola como cuando hice por Félix. Somos
un equipo, eso está claro.
-Lo
siento, pero no soy feliz.
-Lo
entiendo. Y sería hipócrita de mi parte pretender quedarme aquí para siempre
cuando fui yo el que tuve la idea de buscar a gente.
-Hemos
encontrado a gente –señala Ángela arrebatándome a Félix para abrazarle. Se me
llena el corazón de chispitas al verles tan unidos.
-Y
todavía podemos encontrar más –decido.
-Entonces…
¿nos vamos?
-Nos
vamos.
-¿Lo
llevamos todo?
-Creo
que sí –confirmo algo inseguro, revisando la mochila.
Nos
hemos asegurado de tener el estómago lleno, la vejiga vacía y piel, pelo y ropa
limpios para empezar la caminata. Hemos llenado la mochila con provisiones
tanto de comida como algo de ropa, igual que hicimos la primera vez. También
cabe señalar que hemos arrasado con las pertenencias de la madre de Félix,
porque llevamos desde aspirinas hasta lectura ligera.
-¿Quieres
que lo lleve yo? –pregunto cuando veo que Ángela se abrocha la mochila para
bebés al torso y mete a Félix en ella.
-No
hace falta.
Me
siento algo culpable puesto que fui yo el que no dejó que dejásemos al bebé en
tierra desde el primer momento, pero tengo que reconocer que me alivia que lo
lleve ella. Aunque sea unos centímetros más alto que Ángela, no puedo negar que
ella tiene mayor fuerza y resistencia.
-Haremos
relevo por el camino –le aseguro.
Pocos minutos después, salimos de la casa y echamos a andar, sin tener idea de qué vamos a encontrarnos por el camino.
Capítulo
11. Corre (Ángela)
-Aquí
vuelve a no haber edificios en pie –comenta Sayid, algo temeroso.
-Eso
parece –me limito a decir.
No
quiero resaltar lo obvio, lo que ambos sabemos: de aquí en adelante, no sabemos
cuándo volveremos a contar con provisiones de comida. La ciudad donde
encontramos a Félix, la que no tenemos idea de cuál puede ser a pesar de tener
todos los edificios en pie (Sayid asume que es una ciudad pequeña o un pueblo
grande, y por ello no tenía monumentos ni plazas identificables) tenía otro par
de supermercados que pudimos atracar por el camino, así que hemos estado
viviendo en la gloria. No estamos muy orgullosos de decirlo, pero también
acampamos en otra casa casi a las afueras de la ciudad.
-Si
rompemos el cristal podemos entrar por la ventana –sugerí yo.
Sayid
cargaba en ese momento con Félix metido en su mochila, y le daba la mano como
si buscase su apoyo para negarme la idea. Estoy segura de que si el bebé
pudiese hablar habría estado de acuerdo conmigo. La caminata sin descanso unida
a cargar con mochilas (tanto la de comida como la del crío) no me dejaba otra
opción que allanar hogares ajenos. “Ya lo hicimos con la casa de Félix, Sayid.
No pasa nada. Están muertos”, pensé. “Tendré veinte años, pero mi espalda tiene
ochenta. Necesito un colchón”.
Acabé
lanzando piedras contra el cristal como una descosida. Y, a decir verdad, me
sentó estupendamente.
-¿No
quieres probar? –ofrecí deseando que me dijese que no para tener yo más tiros.
-Estoy
bien aquí, gracias –denegó aferrando su mano a la de Félix, como si fuese el
bebé el que iba a protegerle de mí. “No estoy demente, Sayid. Solo harta”.
-Esta
casa es enorme –me sorprendí contemplando el millar de habitaciones que se
expandían ante mis ojos.
-No
entres en el baño de la tercera planta –aconsejó Sayid mientras bajaba las
escaleras. Sacó a Félix de la mochila y lo puso en mis brazos.
-¿Por
qué?
-Porque
hay un cadáver –respondió tapándole las orejas al bebé.
Mentiría
si dijera que no dormí a pierna suelta a sabiendas de que había una persona
muerta encima de mi techo, pero estaba demasiado cansada para que eso me
importase. Además, después de haber caminado durante días esquivando cuerpos,
una se acaba acostumbrando.
“A
lo mejor sí estoy un poco loca”.
-¿Cuántos
días llevamos caminando? –pregunto por dar conversación.
-No
sé. ¿Diez días? –contesta encogiéndose de hombros -. Más o menos. He perdido la
cuenta.
-Me
he dado cuenta de algo.
-¿De
qué? –se interesa algo distraído, jugueteando con los pies de Félix. El niño
vuelve a tener todo su puño metido en la boca. Al parecer, es su alimento
favorito.
-Félix
no ha necesitado su inhalador en todo lo que llevamos con él.
Sayid
mira el bebé frunciendo el ceño. Éste, colocado mirando hacia delante, no se
siente ni lo más mínimamente aludido a nuestra conversación. “Ojalá ser menor
de un año”.
-Es
verdad. ¿Lo habrá necesitado y no nos hemos dado cuenta?
-¿Ves
que haya muerto de asfixia?
-A
lo mejor no tiene un asma tan grave. Puede que por la noche haya respirado peor
por nuestra culpa…
Noto
la preocupación de Sayid cerniéndose sobre mis hombros. Lo último que quería
era eso. Precisamente he comenzado a hablar para distraerle sobre el tema
no-supermercados.
-Algunos
bebés solo tienen asma cuando están enfermos –me invento sobre la marcha. Ojalá
sea cierto y sea una superdotada en medicina sin saberlo -. Igual su madre le
puso el inhalador cuando se dio cuenta de que había un gas venenoso en el aire.
-¿Se
lo puso a él antes que salvarse ella misma? –inquiere, escéptico.
Me
sorprende la insensibilidad de Sayid. Primero quiere adoptar un bebé ajeno en
las peores circunstancias posibles, y ahora piensa que una madre va a dejar
morir a su hijo sin más. Igual, más que insensibilidad, es ingenuidad.
-Una
madre hace lo que sea para mantener a salvo a su bebé, Sayid. –la firmeza y
convencimiento de mi voz me asombra.
-Pero
no tiene mucho sentido asegurarse de que viva él si sabe que es posible que no
sobreviviese ella. De hecho, si le dio tiempo a darse cuenta de que había un
gas venenoso también llegaría a la conclusión de nadie más iba a vivir. Dejaría
a su bebé solo. Vivo, pero solo, a fin de cuentas. Y un bebé de pocos meses ya
me dirás cómo se las arregla para sobrevivir sin nadie que le cuide –razona.
-Pues
lo ha hecho –evidencio yo, abriendo las palmas de las manos.
-Ha
sido pura suerte.
La
decadencia en el tono de Sayid me asusta. Se supone que la negativa aquí soy
yo. “No me quites el puesto, Sayid. Yo no sé tener optimismo. Sin ti, morimos
los tres”.
Teniendo
en cuenta la forma en que la conversación ha decaído, decido dejarla estar para
no complicar las cosas. Me limito a ofrecerme a llevar yo a Félix, para darle
un descanso. “Es porque estás exhausto, ¿verdad, Sayid? No estás perdiendo la
esperanza. Dime que no, por favor”.
-Será
mejor que nos sentemos un rato. Ya será por la tarde, casi de noche –dice Sayid
sentándose a la sombra de un árbol. Después de cargar con Félix durante lo que
probablemente han sido horas, estoy derrotada.
-Me
parece bien.
Me
tiro al suelo con más ímpetu del necesario que acaba provocándome un dolor de
coxis, pero no le echo cuentas. Aun estando el sol a punto de dejar paso a la
noche, sigue haciendo un calor horroroso. Me viene de lujo la poca sombra que
ofrece el escuchimizado árbol bajo el que nos cobijamos.
Un
momento. ¿Árbol?
-¿Por
qué hay un árbol aquí? –inquiero.
-¿Cómo?
–pregunta Sayid, confuso, tras beber un gran trago de agua. “No te dejes
llevar. No gastes las provisiones. Vuelve en ti, hermano pequeño”.
-Llevamos
desde ayer caminando en prácticamente un desierto. ¿Cómo hay aquí un árbol en
perfectas condiciones?
-Estaremos
entrando en una ciudad o algo –asume restándole importancia.
El
alma se me cae a los pies cuando me doy cuenta de que no es cansancio. Este es el
nuevo Sayid: desganado, sin esperanza. “Bueno, pues ya somos dos”.
Oigo
a Félix haciendo gorgoritos y riendo solo. No puedo evitar reírme yo también.
Hasta que unas leves carcajadas no cruzan mi garganta, no me doy cuenta de lo
mucho que necesitaba sonreír.
-¿Qué
pasa, bebé? –le pregunto con esa estúpida voz que se utiliza para hablarle a
los críos.
Saco
a Félix de la mochila para estar cara a cara con él. Lo sostengo de las axilas
y hago muecas con mi cara para hacerle reír. Me alegro un montón cuando funciona.
“Este es el nuevo Auggie, supongo”. Le saco la lengua haciéndole falsas burlas,
hasta que me doy cuenta de que no me está haciendo caso. En su lugar, mira por
encima de mi hombro, e incluso llega a señalar. Frunzo el ceño, extrañada
aunque aún risueña, y giro la cabeza para comprobar qué le hace tanta gracia.
Descubro un pájaro de color verdoso dando pequeños saltos por la explanada que
se extiende frente a nosotros.
-¿Te
gusta el pajarito? –Félix da insonoras palmas con sus manos regordetas -. Vamos
a hacerle una visita.
Me
desabrocho la mochila para bebés y la dejo, junto con la mía de provisiones, al
lado de Sayid. Éste se ha tumbado con la cabeza sobre su propia mochila y se ha
tapado los ojos con el gorro estilo pescador que cogió del último centro
comercial al que fuimos. Doy un breve suspiro y me pongo en pie con Félix entre
mis brazos.
-Qué
buena vista tienes. Es un pájaro muy pequeño y estaba bastante lejos –le
concedo al niño, que vuelve a alimentarse de sus dedos.
Me
pongo en cuclillas cerca del ave para que ambos lo contemplemos de cerca. El
animal, algo alarmado por nuestra proximidad, se aleja a saltos de nosotros.
-Lo
hemos asustado –comento, divertida.
Me
imagino que esto es ser madre. Esta explanada se me antoja un parque, llevando
a mi bebé a observar pájaros. No puede estar tan mal.
Un
desagradable escalofrío me recorre la espalda en su totalidad cuando una gran
explosión pulveriza al animal en el momento en que sus patas se posan en el
suelo. Me levanto muy despacio con los ojos anegados en lágrimas. Noto cómo
Félix se ha quedado sin respiración, al igual que yo. Giro lentamente la
cabeza, sin atreverme a mover los pies. Sayid me mira desde la lejanía del
árbol, pero puedo ver la alarma en su rostro. “Corre”, me grita mentalmente.
-¡Corre!
Capítulo
12. Campo de minas (Sayid)
Los
últimos días me he dejado llevar por el agotamiento. El ver cuerpos inmóviles a
diario ha empezado a afectarme. He olvidado la motivación con la que comenzamos
a avanzar en el primer momento. No sé hacia dónde vamos ni qué pretendemos.
Estoy perdiendo la esperanza de que vayamos a encontrar algo útil, o a alguien
más. Por ahora, solo tenemos un bebé. Le he cogido mucho cariño a Félix, pero
no se puede decir que haya mejorado nuestra calidad de vida con él. Ahora
mismo, solo es un peso más.
Noto
que Ángela se está hartando de esta actitud. “Yo he aguantado la tuya. Ahora te
toca aguantar la mía”, he pensado egoístamente cada vez que veía su expresión
asustada. Inmediatamente me arrepentía, porque sé que ella no puede con esto
sola. Sé que quiere verme con ganas de vivir, pero me está resultando imposible
encontrarlas.
Sin
embargo, en el momento en que escucho esa fuerte explosión y un olor a pájaro
quemado invade mis fosas nasales mientras diviso a Ángela con Félix junto al
humo, me olvido completamente de mi supervivencia. Solo me importa la de ellos.
-¡Corre!
–vuelvo a gritar, a sabiendas de que me ha escuchado la primera vez. Quiere
moverse, pero está paralizada.
Asgo
las tres mochilas y me las cuelgo como puedo sobre mis hombros. No se me ocurre
peor idea que acercarme a ellos, pero no sé qué otra cosa hacer. Me quedo a una
distancia prudencial de mi hermana, mirándola de frente.
-Es
un campo de minas –solloza Ángela, tan bajito que apenas consigo oírla.
-Lo
sé –susurro yo, avanzando con extremada precaución.
-¿Qué
hago? –suplica.
Estoy
en blanco. Sé que, si fuese al revés, ella sabría darme indicaciones y podría
salir vivo de aquí. Tendría un plan, y otros dos más de reserva. Guardaría la
calma y sería capaz de pensar fríamente, con lógica.
Yo
no soy ella.
Y
ella está pisando un suelo repleto de bombas.
Se
me ocurre una idea tras otra, cada cual más estúpida que la anterior. Miro
desesperado a mi alrededor, por si de casualidad hubiese alguien o algo que me
diese la clave al problema. “Esto es el postapocalipsis, Sayid. No queda
jodidamente nadie”.
-No
te sigas acercando –me aconseja Ángela, con lágrimas aún rodando por su rostro,
pero utilizando un tono de voz sorprendentemente calmado. Al menos, calmado
dentro de lo que cabe -. No sabemos dónde empiezan las bombas.
Incluso
al borde de la muerte es más sensata que yo. Sin embargo, ese comentario me da
una idea.
Me
pongo en cuclillas y comienzo a recoger piedras. Noto la mirada de Ángela en mi
nuca. “¿Qué demonios haces, alma gemela? Sálvame. No es momento de empezar una
colección”. Supongo que va a tener que confiar en mí.
Lanzo
una de las piedras hacia delante. No ocurre nada. Cojo una más grande para
asegurarme que no ha sido por el peso, sino que de verdad no hay nada. Aunque,
si ese pequeño pájaro ha hecho volar el suelo con solo apoyar su ligero peso un
milisegundo, supongo que una piedra lanzada tendrá el efecto que quiero.
Esta
vez, la piedra va algo más lejos, y una explosión me ensordece los oídos. Se me
rompe el corazón cuando escucho el llanto del bebé. Me imagino que Ángela
estará más nerviosa con un crío llorándole en sus brazos. “Aguantad, por favor.
Confiad en mí”.
Procuro
tener la puntería suficiente para tirar la siguiente piedra en el mismo lugar
donde aterrizó la anterior. Cuando no ocurre nada, suspiro aliviado.
-Te
estás allanando el camino –dice Ángela. No es una pregunta, pero aun así
asiento para confirmar sus sospechas. Ella asiente también demostrando que está
conforme con mi plan.
Siento
que llevo horas tirando piedras y destrozando el suelo, aunque probablemente
lleve solo unos cinco minutos. Sé que esta situación no debería hacerme ni
pizca de gracia, pero no puedo evitar sonreír cada vez que provoco una
explosión. En la tierra se forman grandes círculos y parece que han venido los
extraterrestres a marcar nuestro planeta.
Ángela
se ha vuelto a agachar para acurrucarse en sí misma, aferrándose a Félix con todas
sus fuerzas. Éste, gracias al cielo, ha dejado de llorar. Me preocupa que lo
estemos haciendo inmune a las explosiones. Pero creo que voy a priorizar
sobrevivir a preocuparme de los traumas que pueda causar al conseguirlo.
Para
ser honestos, no tengo ni idea de qué estoy haciendo. Desde el primer momento
me he dado cuenta de la grandísima laguna de mi plan. Puedo avanzar yo, pero no
puedo saber si hay bombas alrededor de Ángela. Podría haber una justo a su
lado, y lanzar piedras demasiado cerca suya sería homicidio en toda regla.
Estoy improvisando sobre la marcha, lo cual no es lo ideal en una situación de
vida o muerte.
Me
doy cuenta de que tiro las piedras de forma mecánica, como si fuera mi trabajo
habitual, lo que hago cada día. “Llevas haciendo esto un cuarto de hora.
Cálmate”.
A
pesar de lo tensas que son estas circunstancias, me empiezo a aburrir. El sopor
de estos días está volviendo, trepando por mis entrañas. Lo despacio que voy se
ha convertido en monotonía, y ya casi no me preocupa que Ángela esté en
peligro. He descubierto que no hay tantas bombas, así que por probabilidad no
habrá cerca suya. No me puedo creer que ni siquiera en esta situación sea capaz
de ponerle un poco de ánimo. No sé qué me está ocurriendo.
Cuando
miro a mi alrededor, me sorprendo al descubrirme adelantado a Ángela, pero
bastante alejado a su derecha.
-Oye
–la llamo. Ella se levanta del suelo, en el que había llegado a sentarse.
Parece que se le está haciendo largo esto también -. Podrías hacer lo mismo que
yo. A lo mejor de esta forma puedes avanzar.
-¿Es
seguro? –pregunta con un hilo de voz.
Se
me hace un nudo en el estómago cuando me doy cuenta de que ella no está
aburrida, sino tan asustada que ha perdido las ganas de luchar. Definitivamente
soy la peor persona del mundo.
-Yo
creo que sí –trato de darle esperanzas. La verdad es que no tengo ni idea.
-No
tengo piedras –dice algo más animada. Me siento un poco mal por mentirle, pero
creo que es mejor si tiene una actitud positiva. “Mira quién fue a hablar”.
-Toma,
te lanzo una.
Ángela
coloca a Félix en su cadera y rodea su cintura con el brazo derecho para tener
la mano izquierda completamente libre. Yo me preparo cual jugador de béisbol
para lanzarle la piedra con precisión.
Mi
puntería no es la mejor del mundo, pero Ángela consigue atrapar la piedra,
aunque he estado a punto del ataque de pánico cuando la roca ha bailado en su
mano a punto de caer. Ella la mira, triunfal, como si le fueran a dar un premio
por haber conseguido cogerla. “El premio de poder seguir viviendo, supongo”.
El
corazón se me para completamente en seco. En el tiro de la piedra, Ángela se ha
distraído y no ha prestado atención al bebé que lleva en brazo. Félix, en un
segundo plano e inmune a la situación, ha empezado a doblar la espalda hacia
atrás. Cuando mi hermana se ha dado cuenta, ha corrido a ponerle la mano en la
cabeza para que no se cayese. En esas, la piedra se le ha resbalado.
En
el momento en que la roca está a punto de tocar el suelo, sé que no está libre
de bomba.
-¡Corre!
–grito a todo pulmón, desgarrando mi voz desesperado.
Esta
vez, Ángela sí reacciona. Los músculos de sus piernas se activan inmediatamente
y empiezan a funcionar a toda velocidad. Félix se aferra al cuello de su
portadora mientras ella se convierte en una gacela thomson, atravesando la
explanada entre humo y trozos de suelo volando. Mi cuerpo decide por sí solo
que no voy a quedarme parado, y salgo corriendo tras ella.
Mis
pies comienzan a arder, y no estoy seguro de si es por la velocidad espantosa a
la que estoy corriendo y por pisar el fuego que van arrastrando las
explosiones. El caso es que nada consigue pararme, y a Ángela menos.
Los
músculos de las piernas se me resienten a cada zancada. “No pares. No seas
debilucho”. Incorporo como puedo las asas de las mochilas que resbalan
descontroladamente por mis hombros. Si se me caen, estamos perdidos.
Cada
sonido de una explosión hace que me encoja con más terror del que he sentido
nunca. Pero que en el terremoto. Allí, al menos, me sentía relativamente
seguro. Mi vida dependía de mi refugio. Aquí, mi vida depende de mi cuerpo, del
cual nunca he conseguido fiarme. Los cuádriceps y los gemelos me arden, y acabo
cerrando los ojos con fuerza para resistir las ganas de pararme.
No
es hasta que recorremos al menos un par de kilómetros sin que nos explote el
suelo en la cara hasta que decidimos que es seguro parar. Mis rodillas se
doblan se inmediato y caigo al suelo, exhausto. Me cuesta a horrores controlar
la respiración, y acabo posando la frente en la tierra a causa del
desfallecimiento que siento.
Poco
a poco, mis pulmones consiguen obtener algo de aire. Ahora me arrepiento de no
hacer ejercicio a diario. Ángela sí que se mantiene en pie, con la respiración
algo agitada, pero ni se acerca al estado de la mía.
Acabo
perdiendo la fuerza de sostener mi cuerpo en esa posición felina y me tumbo de
lado. Reprimo con todas mis ganas la necesidad de vomitar. No tenemos tanta
comida como para desperdiciar la que conservo en el cuerpo.
-¿Estás
bien? –consigo articular. Ángela no contesta.
Miro
hacia arriba y me sorprendo al poder incorporarme. Ángela se sienta frente a mí
mostrándome solo su perfil derecho. Me fijo en que no ha aflojado sus brazos ni
una pizca, por lo que Félix comienza a agitarse, incómodo. Poso mi mano con
delicadeza en el codo derecho de Ángela y tiro suavemente de él para que
entienda la idea. Lo hace. Suelta a Félix en el suelo, el cual gatea hasta mí.
Lo siento en mi regazo y comienzo a inspeccionarle en busca de posibles
heridas.
-El
bebé está bien. Yo también, aunque los pies los tengo destrozados. Ni siquiera
me atrevo a retirar los zapatos –comento con algunos jadeos entre palabras.
-Usain
Bolt estaría orgulloso de nosotros.
La
broma de Ángela me pilla tan desprevenido que no comienzo a reír hasta que no
relaja su propia expresión y suelta las primeras carcajadas. El rostro se me
ensombrece de inmediato cuando gira su cabeza para mirarme, sonriente, y
descubro la quemadura en su mejilla izquierda. No consigo decírselo, así que
señalo su perfil como un tonto.
-Ya
lo sé –dice con una ligera sonrisa de resignación.
-No
parece muy grave –miento. Tiene un aspecto horroroso. Es una gran mancha negra
y roja que le cubre por completo el moflete. Es como si le hubiesen dado la
vuelta a su propia piel y rociado con carbón.
-Podría
no serlo si tuviéramos un médico a mano.
-¿No
te he dicho que soy doctor desde hace cuarenta y tres años? –trato de bromear.
-Entonces
supongo que he tenido bastante suerte.
-Menos
mal que conseguí no soltar las mochilas. Estuvieron a punto de caerse en más de
una ocasión –parloteo mientras rebusco en el interior de la mochila azul.
-¿Estás
seguro de que con eso se tratan las quemaduras? –pregunta Ángela, desconfiada.
-No
es que haya mucho más –respondo encogiéndome de hombros. En una mano, sostengo
una gasa. En la otra, un bote de alcohol medicinal. Definitivamente no estoy
seguro de que así se curen las quemaduras -. Voy a desinfectarla como si fuera
una herida, que en el fondo lo es. Después te puedo echar un poco de crema, que
de eso sí tenemos.
-¿Crema
específica para quemaduras? –inquiere, escéptica.
-Vamos
a dejarlo en crema. –Hago una mueca que sé que ella entiende a la perfección.
En
el preciso instante en que la gasa bañada en alcohol roza su rostro, un aluvión
de lágrimas brota del ojo derecho. Retiro mis manos inconscientemente, como si
fuese a mí al que me ha escocido la herida.
-Sigue
–me pide con voz firme. Yo asiento algo inseguro, pero vuelvo a la carga.
Cuando
creo que está medianamente desinfectada, aplico con cuidado la crema sobre la
quemadura. Parece que esta vez no le duele. Incluso me da la sensación de que
le relaja la quemazón. Probablemente esté fría y disminuye el escozor.
Ahora
también me arrepiento de no haber empezado la carrera de medicina.
Capítulo
13. Suerte (Ángela)
Los
martes no abría mi gimnasio. Nunca entendí por qué justamente ese día. Es decir,
lo normal es descansar los fines de semana. Sin embargo, parece que el dueño se
dio cuenta de que los domingos la gente, al no trabajar, tenía más tiempo y
fuerzas para hacer ejercicio.
Yo,
sin embargo, no podía permitirme no ir los martes. Mi día de descanso era el
sábado, puesto que lo pasaba o bien con mi familia, almorzando y yendo a dar un
paseo, o bien saliendo con mis amigos. Los días de entre semana no podía faltar
mi momento de levantar pesas. Entre otras cosas, porque es lo único que siempre
me ha conseguido despejar la mente de los estudios.
Así
que hice un trato con el dueño. Nos conocíamos desde hacía tiempo (aunque, en
un pueblo, en realidad todo el mundo se conoce) y confiaba en dejarme la llave
del gimnasio. Me la dejaba el lunes por la tarde, puesto que yo terminaba mi
ejercicio a la misma hora en que tocaba cerrar. Yo iba los martes, hacía mi par
de horas de deporte y cerraba. Al terminar, iba a su casa, apenas a un par de
calles de la mía, y le dejaba la llave en el buzón.
El
gimnasio se encontraba algo lejos de mi pueblo, el cual se podría considerar
más bien un campo teniendo en cuenta la de árboles y hierba que lo rodeaba.
Todas las casas tenían jardín, sin excepción. Menos el gimnasio, que se
encontraba en una explanada sin vida, todo acera y carretera.
Por
eso, cuando empezó el incendio, yo estaba sola, alejada del fuego. Alejada de
las plantas que lo fomentaron.
Por
eso pude salvarme de morir quemada.
Por
eso, cuando comencé a oler el humo, fui la única que pudo llamar a los
bomberos, la policía, emergencias y todos los números que se me ocurrieron.
Nadie lo cogió.
Me
quedé un buen rato mirando por la ventana, comprobando el infierno que abundaba
en mi pueblo. Una escena de película. Llamaradas cubriendo los árboles,
saliendo de las casas y recorriendo la hierba del suelo.
Por
eso, al comprobar que no podía salvar a nadie, me salvé yo misma. Me metí en
las duchas, con el absurdo pensamiento de que, si llegaba hasta allí el fuego,
yo podría pararlo con el agua de esos grifos. Mojé toallas y las coloqué en la
ranura que había en la parte inferior de la puerta para que, en caso de que
llegase el humo hasta el gimnasio, no pudiese entrar. Todo eso fue innecesario,
puesto que el incendio se encontraba más bien lejos de donde yo me refugiaba.
Me
senté bajo una ducha y encendí el agua sin motivo aparente. Solo quería que se
mezclase con mis lágrimas mientras sostenía mis rodillas y me balanceaba
ligeramente.
Yo
sabía qué estaba ocurriendo, pero no podía hacer nada para solucionarlo. Sabía
que todo el mundo iba a morir menos yo.
Así
que me quedé allí toda la noche, llorando bajo la lluvia de la ducha. Por la
mañana cayó una gran tormenta que disipó lo que quedaba del incendio. “Podría
haberse adelantado y caer ayer”, pensé. Pero para eso hacía falta mucha suerte.
Y, al parecer, solo yo la tuve.
Capítulo
14. Descanso (Sayid)
Ángela
pasa uno de sus rebeldes mechones dorados por detrás de la oreja. Mira a la
lata, desafiante, y se dispone a intentar, por tercera vez, que la hebilla
venza y se abra la tapa. Me fijo en su mejilla, aún con una gran marca por la
quemadura. Parece que la crema que se ha estado aplicando funciona, porque
tiene un aspecto mucho más humano. Sin embargo, ambos sabemos que se le va a
quedar marca. Cada vez que la veo, pienso que debería ser yo el de la cara
achicharrada. El estúpido que perdió las ganas de vivir cuando debía
mantenerlas por el bien de los tres.
Félix
se encuentra entre mis brazos mientras le preparo un biberón. Al principio lo
tenía que hacer siempre Ángela y yo me limitaba a observarla, tomando notas
mentales. Ahora prácticamente lo hago yo todo el tiempo. No me habría imaginado
siendo padre a esta edad ni en un millón de años, pero parece que no se me da
mal.
Gracias
al cielo cogimos cerillas en la última casa donde estuvimos. De no ser así,
tendría que haber calentado el biberón al sol, y no creo que hubiese tenido muy
buenos resultados. El polvo de cereales, si no se disuelve bien, está realmente
asqueroso. O, al menos, eso creo yo. Igual a Félix le gustaría tomárselo a
cucharadas.
-Sayid.
Di Sayid. Sa-yid –le digo al bebé pronunciado las vocales muy abiertas.
-¿Qué
haces? –pregunta Ángela, divertida. Me fijo en la lata que reposa en sus manos.
Aún no la ha abierto.
-Sería
mucho más fácil entender qué quiere si aprendiese hablar –explico, sonando tan
estúpido como creo.
-Es
muy pequeño para hablar.
-A
lo mejor es superdotado –sugiero vertiendo unas gotas de leche sobre mi
antebrazo para comprobar la temperatura. El líquido me quema la piel en el
momento que la roza y me veo obligado a sacudir la mano como si fuese a
solucionar algo de ese modo. Ángela se ríe. La entiendo.
-Tú,
desde luego, no lo eres. Y dudo que la primera palabra que diga un bebé sea
“Sayid”. –En el ímpetu de abrir, por fin, la lata, mi nombre suena en su boca
como un gruñido.
-¿Por
qué no? –inquiero algo ofendido a la par que alejo todo lo que puedo el biberón
del alcance del bebé. “Sé que tienes hambre, Félix, pero como te dé el biberón
a esta temperatura vas a convertirte en un dragón”.
-Es
una palabra un poco difícil, ¿no crees? No creo ni que yo la esté pronunciando
bien. Es más, ni siquiera creo que tú la estés pronunciando bien.
-¡Claro
que sí! Es mi nombre.
-Perdona,
¿hablas árabe? –No me gusta el tono pretencioso que utiliza, y mucho menos
cuando tiene motivos para usarlo.
-Pues…
no, pero… -balbuceo.
-Si
llegamos hasta Irán y hay alguien vivo por allí, le pediremos que lo pronuncie.
-Irak.
-¿Qué?
-Soy
de Irak. Bueno, yo no, yo soy español. Mis padres son de Irak. Eran, supongo.
-Ah.
Aún
me parece increíble lo mucho que conozco a Ángela, teniendo en cuenta que habrá
pasado cosa de un mes desde que nos conocimos. Sin necesidad de mediar palabra,
ni siquiera necesito una mueca, sé que cree que me incomoda este tema. “Supongo
que no me conoces tan bien como yo a ti”.
-No
me importa hablar de esto. –“Al menos, no contigo”. Ella arruga los labios
llevándolos a un lado, como si estuviera decidiendo qué hacer.
-¿No
tienes curiosidad por conocerles? A tus padres –inquiere. Yo vuelvo a comprobar
la leche de Félix, esta vez sin quemaduras. Recuesto al bebé en mi brazo
izquierdo y le ofrezco su biberón. El niño agarra el recipiente con ambas manos
y le falta tiempo para empezar a engullir su cena.
-Curiosidad,
sí. Ganas, ninguna.
-¿Por?
-Si
me dieron en adopción fue por algún motivo. Yo debo respetarlo.
-¿Te
habría gustado que alguien te hubiese adoptado?
-En
realidad, no. Creo que el principal motivo por el que no tengo padres es por
racismo, honestamente. –Me da la sensación de que la sorpresa de Ángela se debe
únicamente a la sinceridad que demuestro. Sabe que lo que digo es cierto -.
Toda la vida escuchando “moro de mierda, vuelve a tu país”. Pero es que ya
estoy en mi país. Creo que la situación habría sido incluso peor con unos
padres blancos, que probablemente ni hubiesen entendido por lo que paso. Seguro
que nadie sale corriendo cuando dejan la mochila en un banco de la calle.
Señora, solo me voy a atar los cordones, tranquilícese, hoy no llevo bombas.
Ángela
se ríe, tapándose la boca para no desparramar las alubias que se ha llevado hace
un momento hacia la boca. Las latas de conserva no son el sumun del sabor, pero
cabe decir que los potajes que vienen llenan bastante. Ahora mismo, es lo único
que nos importa.
-Te
entiendo. La de veces que he tenido que explicar que soy chica, no chico…
–suspira Ángela -. Es que es algo que simplemente no debería tener que
explicar. Yo soy mujer, tú eres español. Son datos, no opiniones. No sé por qué
la gente no puede aceptarlo. Quiero decir, no afecta en nada a sus vidas. ¿Qué
más les da? –se queja ella, indignada.
-“Es
que no os adaptáis a nuestras costumbres”. Tenemos las mismas costumbres,
señor. Yo también como paella los domingos y veía el Grand Prix de pequeño. “Es
que hacéis cosas muy raras. Lo de tirarse al suelo en una alfombra”. Eso se
llama rezar, pero si se molestase en conocerme lo más mínimo, descubriría que
soy ateo.
No
sé por qué me sorprende encontrar el biberón vacío cuando bajo la vista,
teniendo en cuenta las ganas con las que Félix ha comenzado a comer. Retiro el
recipiente y sujeto al bebé en posición vertical, dándole palmaditas en la
espalda.
-Es
como si tuviera que demostrar constantemente que soy de aquí. –Mi hermana
asiente, comprensiva.
-Cuando
empecé a hacer ejercicio, mi madre me dijo que la gente no se iba a creer que
era una chica. “Los músculos no son femeninos, Ángela. Tú deberías quererlos
menos que nadie”. Ya, bueno mamá, pero es que a mí me gusta el deporte, y yo sí
veo femenino ser una mujer fuerte. No creo que le tenga que demostrar nada a
nadie.
-¿Por
eso lo pasaste tan mal cuando te cortaste las trenzas?
-¿Cómo
sabes que lo pasé mal? –inquiere con una mirada suspicaz.
-Porque
yo lo sé todo –respondo con una sonrisa socarrona. Ángela entrecierra los ojos,
chuperreteando la cuchara.
-Pues
sí. A decir verdad, siempre he tenido la tentación de cortármelo. Me molesta un
montón, sobretodo en el gimnasio. Pero pensaba que iba a parecer menos
femenina, y no me atrevía –explica encogiéndose de hombros -. Por eso vi mi
oportunidad cuando pensé que no iba a tener que ver a nadie más que a ti. Y, aun
así, tuve mis dudas.
-Pues
estás guapísima con ese pelo. Y con todos.
-No
seas adulador. Tu opinión no cuenta.
-¿Por
qué no? –me ofendo arrebatándole la lata de potaje antes de que se la acabe
toda ella sola.
-Porque
eres mi hermano gemelo. Es normal que me veas así.
-Bueno,
para eso están las almas hermanas, ¿no? Para ver lo mejor de la otra persona.
-Sí,
supongo que sí –concede con una preciosa sonrisa que hace que me explote el
corazón de ternura.
Capítulo
15. Barcelona (Ángela)
Contemplo
cómo la llama de la hoguera termina de apagarse. Hay algo extrañamente
relajante en observar fuego consumiéndose. Ahora solo queda un hilo de humo
subiendo desde los palos de madera que amontonamos para poder cocinar la cena.
La
leve respiración de Félix inunda la cueva donde nos hemos refugiado. Fuera
llueve a cántaros, así que no puedo creer la suerte que hemos tenido al
encontrarla. La mayoría de los días hemos estado durmiendo fuera, buscando
tierra, césped o lo más blando que pudiéramos encontrar. Esos días acostada
encima de escombros son los que me devuelven el pensamiento inicial de todo
este viaje: es inútil. Siento que estamos en El señor de los anillos, pero sin saber si quiera si existe Mordor,
o si va a estar habitado. Solo caminando, día sí y día también. El camino de
Santiago interminable.
Cuando
estoy a punto de decidir dormirme, escucho unos ligeros sollozos provenientes
desde mi derecha. “Por favor, Sayid, no seas tú. No puedo lidiar con esto”. Me
acerco lentamente arrastrando el culo por el suelo. Él está de lado de cara a
la entrada de la cueva. Me asomo por encima de su espalda para divisarle la
cara, y veo un par de lágrimas recorriéndole la mejilla izquierda. “Mierda”.
-¿Qué
te pasa? –susurro. El niega con la cabeza, el símbolo universal de la mentira
“nada”.
Le
acaricio el hombro para que sepa que no me voy a ninguna parte, pero que no sé
qué decirle. Esta situación es jodida, y no hay argumentos para demostrar lo
contrario. Sayid posa su mano sobre la mía y entrelaza nuestros dedos para que
no pueda irme. Yo le paso mi brazo por debajo de su cuello y me tumbo
aferrándome a él, protegiéndole. “Estamos juntos en esto, ¿me oyes?”.
Los
ojos de Sayid se iluminan cuando el edificio se muestra ante nosotros. Una gran
fachada blanca y verde nos recibe con las palabras “Mercadona” anunciadas en un
gran letrero.
-Comida
–murmuro, salivando.
Nos
quedaban muy pocas reservas, y todo lo mismo: latas de conserva. Llevamos unos
cinco días ingiriendo potajes, y estoy a punto de suicidarme si tengo que
probar otro garbanzo. Así que, en el preciso instante en que se abren las
puertas automáticas obligadas por nuestro movimiento, salimos corriendo como
alma que lleva el diablo.
Mi
primera parada, sin duda, es la zona de dulces. No me lo pienso ni medio
momento al abrir una tarta de chocolate blanco y empezar a engullirla
cogiéndola con las manos. Sé que debería buscar algo más nutritivo, pero
necesito animar mi mente con azúcar puro antes de cuidar mi cuerpo. Dejo el
pastel a mitad mientras abro un paquete de mini magdalenas, cuando diviso a
Sayid dándole un potito a Félix a un par de pasillos de donde estoy. “No me
fastidies. Le da de comer al bebé antes que a sí mismo”. Ahora mismo me lo
comería a besos.
Como
magdalenas como si comiese patatas fritas. Las voy sacando y las engullo.
Aprovecho la facilidad de movimiento para ir hasta Sayid y alimentarle. Él no
me rechaza ninguna magdalena al tiempo que el bebé saborea su potito. Parecemos
una familia pobre entrando en una mansión.
-Voy
a ver si hay comidas preparadas en condiciones –dice Sayid colgándose la
mochila de Félix de nuevo al torso -. ¿Puedes ir recogiendo más provisiones?
Yo
asiento chupándome los dedos y me encamino al lado opuesto. Por el camino, voy
cogiendo alimentos sueltos para comer. Me obligo a cambiar las magdalenas por
un paquete de zanahorias. “Necesitas vitaminas, Ángela”.
-¿Te
has comido una tarta? –pregunta Sayid desde la otra punta del supermercado.
-Solo
la mitad –balbuceo con la boca llena de queso.
De
repente, con el estómago lleno y la cabeza fría, me doy cuenta de algo que me
pone los pelos de punta.
-¿Sayid?
–le llamo, insegura.
-Dime
–dice éste acercándose con un paquete de empanada vegetal en la mano.
-¿Por
qué no hay nadie?
Sayid
me mira, confuso. Después, echa un vistazo en derredor hasta que se le queda la
misma expresión que a mí.
-No
hay ni un solo cadáver –confirma.
Con
solo andar unas pocas calles comprobamos que no solo era el supermercado: no
hay nadie en toda la ciudad. Ni vivos ni muertos. Esto sí que es nuevo.
-¿Qué
habrá pasado? –pregunta Sayid más para sí mismo que para mí.
-Me
da escalofríos. No sé si quiero saberlo.
Sayid
mira a Félix, al cual llevo yo en brazos. De vez en cuando, lo sacamos de la
mochila para que descanse. Me fijé en que le estaba haciendo rozaduras en las
piernecitas. Son tan blancas y delicadas que se le notaban demasiado. El
instinto maternal que estoy sacando con este bebé me sorprende a diario.
-Félix…
En su ciudad, o pueblo, o lo que fuera –comienza a especular -. Supusimos que
fue un gas venenoso o algo así.
-Sí
–asiento con el ceño algo fruncido, concentrada en lo que quiere decir.
-En
mi ciudad fue un terremoto, en tu pueblo un incendio. Esas cosas pueden pasar
por causas naturales, aunque sería mucha casualidad que hubiese pasado todo a
la vez, en todo el país. Pero podría haber sido. Ángela, un gas no iba a ser
algo natural.
-Lo
sé. Yo también lo pensé –concedo yo, algo resignada ante la realidad que se
cierne sobre nuestras cabezas.
-¿Y
si alguien está provocando todos estos desastres? Es la única explicación que
le encuentro a que, de repente, este sitio esté en perfecto estado y
deshabitado.
-¿Qué
crees, que quien esté haciendo todo esto ha avisado a la gente de esta ciudad
concretamente para que se marchen antes de que ocurra algo? –se me ocurre.
Nunca había sido tan paranoica, pero supongo que el fin del mundo no es mal
momento para empezar.
-O
que los han… ¿secuestrado?
-¿A
todos? –inquiero, incrédula.
Sayid
se encoje levemente de hombros, considerando seriamente la posibilidad. Yo
sacudo la cabeza para eliminar esos pensamientos. Vuelven los escalofríos.
-No
me lo puedo creer –digo yo, gratamente asombrada.
-¿Es
la Sagrada Familia? –inquiere Sayid señalando descaradamente el monumento.
-Estamos
en Barcelona. –La sonrisa que enmarca mi cara se podría considerar entre
infantil y psicópata. No sé por qué estoy tan contenta de estar aquí, teniendo
en cuenta la situación, pero mentiría si dijera que no me hace ilusión.
-Vamos
a entrar –propone como si fuera una travesura. “No hay absolutamente nadie en
toda la ciudad, Sayid. ¿Quién nos lo va a impedir?”.
Antes
de entrar, nos quedamos contemplando la fachada. No me llama mucho la atención
la arquitectura, pero la verdad es que es impresionante. Hay algo en los
monumentos enormes que a los tontos nos encanta. Me viene a la memoria el
recuerdo de cuando visité la Torre Eiffel y me entran muchísimas ganas de
repetir el viaje.
-Ojalá
París haya sobrevivido a esto –murmuro entre dientes.
-¿Qué?
-Nada.
Apoyo
mi mano derecha en el edificio, como pidiéndole que me hable. “¿Qué ha pasado
aquí? Tú debes saberlo”.
Camino
en línea paralela al monumento arrastrando mi mano por la piedra, disfrutando
del tacto y de la historia que esconde.
-¿Qué?
–pregunta Sayid en un chillido.
-No
te he dicho nada –le grito de vuelta. Me fijo en que nos hemos alejado
bastante, cada uno fascinado con lo mismo.
-Pues
yo he escuchado una voz –comenta él. De repente, se para en seco e inclina la
cabeza hacia delante, como aguzando el oído -. Lo he vuelto a escuchar –agrega
en un tono normal que escucho de casualidad.
-Si
estás perdiendo la cabeza, yo me desentiendo –le advierto acercándome a él.
Cuando
estoy a su lado, me acerca hacia la esquina desde donde, al parecer, emana una
voz. Se me hace la sangre hielo cuando yo también la oigo. Sayid y yo nos
miramos con los ojos fuera de las órbitas. Inmediatamente, echamos a correr
hacia el origen del sonido.
-No
me lo puedo creer –digo por segunda vez en el día.
-Lo
hemos conseguido. Hemos encontrado gente –evidencia Sayid, con los ojos
aguados.
Dos
mujeres nos miran desde el otro lado de la calle, tan alucinadas como nosotros
lo estamos.
Capítulo
16. Las francesas (Sayid)
Me
acerco lentamente a las mujeres mostrando las palmas de mis manos, como si quisiese
parar un tren. Una de ellas es rubia, la otra de piel oscura, ambas de la misma
altura pero con los ojos de distinto color, aunque las dos tienen una mirada
brillante. Me imagino que rondan los treinta años, siendo la mujer negra
claramente la mayor.
-Hola
–saludo, vacilante, intentando usar un tono de voz lo menos agresivo posible.
Parezco un cazador acercándome a un par de cervatillos asustados. La mujer
rubia nos mira con curiosidad. La otra, con clara desconfianza.
-Qui sont vous?
-¿Hablas
francés? –me susurra Ángela acercándose aún más a mí.
-Pues
no. ¿Tú? –Ella niega con la cabeza -. We
don´t speak french. Do you speak english? –pregunto, pronunciando despacio,
dirigiéndome a las francesas.
-Qu´est-ce que il est disant? –le pregunta la mujer
negra a la otra chica.
-Creo
que no te comprende –me informa Ángela -. Nos entendemos mejor con Félix que
con esta gente –resopla.
-A little bit –me dice la francesa que
nos miraba curiosa, ignorando a su amiga.
-My name is Sayid, and this is Ángela
–nos presento.
-Félix
–aclara Ángela, hablando muy alto, señalando al bebé que lleva en brazos. Me
imagino que su nivel de inglés es tan bajo que ni siquiera sabe reproducir lo
que acabo de decir.
-I´m Ivette. She´s Margot –contesta la
chica rubia con un fuerte acento francés. Margot aún nos mira desafiante.
Ivette
y yo nos enzarzamos en una conversación explicando qué nos ha ocurrido a cada
uno, cómo hemos llegado hasta allí y cuál es nuestro plan. Al parecer, ellas
también han decidido salir en busca de más gente. Noto cómo Ángela y Margot se
lanzan cuchillos a través de miradas, ambas sin entender ni media palabra de lo
que decimos. A decir verdad, es una suerte que sea la francesa simpática la que
sepa inglés. No creo que la otra mujer quisiese comunicarse conmigo ni aunque
supiese español.
-Maybe we should join forces. Stay together
–propongo.
-That sounds good –responde, sonriente.
-¿Por
qué pone esa cara? ¿Qué pasa? –inquiere Ángela señalando descaradamente a
Ivette.
-Le
he dicho que nos unamos y permanezcamos juntos –le explico.
-¿Qué?
¿Por qué? Yo no quiero estar con ellas.
-¿No
era nuestro plan encontrar a más gente? Sorpresa, la hemos encontrado
–puntualizo, incrédulo. Después de tanto tiempo de caminata, de repente no está
de acuerdo con el plan. “Bueno, Ángela, pues no tenemos otro”.
-Yo
quería gente que hablase mi idioma –repone ella en un tono que se me antoja
absurdamente infantil.
-Perdona,
llamaré a la oficina de adopciones para que nos den otras niñas, que estas no
te gustan –digo, irónico. Ángela pone los ojos en blanco, pero noto que sabe
que tengo razón -. Haberlas encontrado es una pasada, Ángela. ¿No te das
cuenta? Esto quiere decir, no solo que hay más supervivientes, sino que España
no ha sido el único país afectado. Esto es algo muy gordo.
Mi
hermana me mira en silencio, desviando poco a poco la mirada. Conseguir
convencerla me parece mayor logro que haber recorrido media península andando.
-Pero
tendrás que ser mi traductor. Quiero entender todo lo que dicen –advierte
haciendo énfasis en la palabra “todo”.
-También
te puedo enseñar inglés –sugiero.
-¿Sabes?
Mi plan inicial de no hacer nada y morirme vuelve a ser más apetitoso en
comparación.
Acordamos
echar a andar en dirección a Francia. Hemos comprobado que prácticamente toda
España está en las mismas, y ellas salieron del sur. Además, si queremos
visitar otros países, nos vendrá de lujo pasar por allí si tenemos que ir
andando, porque cruzar a nado el mar mediterráneo o el océano atlántico no creo
que sea la mejor opción, y menos aún en las condiciones que estamos, con Félix
a cuestas.
-¿Qué
te ha contado? –pregunta Ángela ofreciéndome al bebé. Yo, con la mochila ya
abrochada, meto al niño en ella dejándolo que mire al frente. Estará harto de
tener la cara pegada a mi pecho.
Ivette
se gira de vez en cuando para fijarse en él. Se nota que le gustan los
pequeños, porque no para de mirar a Félix y sonreírle o hacerle muecas. Cuando
le conté cómo lo habíamos encontrado, solo, se quedó muy sorprendida. Creo que,
de alguna manera, ha desarrollado una admiración hacia él.
Margot,
por su parte, parece que le odia. Me puedo imaginar lo que piensa de tener que
hacernos cargo de un bebé en estas circunstancias. No obstante, juzgando por su
actitud, creo que su odio se descargaría hacia nosotros si no estuviese Félix.
Y, a decir verdad, él no se entera de lo que ocurre, así que casi prefiero que
sea él quien no le haga mucha gracia.
-Ivette
estaba dando un paseo por el monte, haciendo senderismo, básicamente, cuando
vio unas nubes negras acercándose. Como no llevaba paraguas, se refugió en una
especie de cueva para esperar a que pasase la tormenta.
-¿Cómo
sabía que era una tormenta? Igual habrían sido unas pocas gotas y no se tendría
que haber parado –me interrumpe Ángela.
-Al
parecer, es muy aficionada a caminar por el campo y estar en la naturaleza.
Sabe cuándo es un simple chispeo y cuando es una lluvia más gorda –aclaro -. En
cualquier caso, de no ser por sus conocimientos meteorológicos no estaría aquí.
Le resultó raro la forma en que caía la lluvia. Dice que tanto el color como el
grosor eran de lo más inusuales. Cuando estaba a punto de salir de la cueva,
mano alzada para tocar algunas de esas gotas, una pequeña ardilla se le
adelantó. Dice que, en cuanto la lluvia rozó al animal, se desintegró.
-¿Lluvia
de ácido? –pregunta con horror.
-Se
imagina que fue algo así. Una vez salido el sol, se aseguró de esperar a que
todo estuviese bastante seco para que no le tocase la piel ese líquido. Su
ciudad se había convertido en una explanada desierta. No había ni seres vivos
ni nada que tuviese una composición poco resistente.
-¿Y
la otra? –pregunta señalando con la cabeza a Margot.
-Un
tsunami.
-Eso
es más normal, al menos.
-Bueno,
lo habría sido si hubiese sido solo uno. Al parecer, fue uno detrás de otro.
Así, las personas que habían conseguido permanecer intactas tras la primera
ola, cayeron en la segunda. O en la tercera. O en la que fuera. Ni siquiera
ella sabe con exactitud cuántos se sucedieron –explico sin poder evitar un
escalofrío.
-¿Cómo
sobrevivió?
-Resulta
que su casa tiene un sótano reforzado. Una especie de búnquer, casi, pero
decorado como si fuese un salón cualquiera.
-Qué
tía más rara. ¿Por qué tiene eso?
-No
lo sé. Ivette no se atrevió a preguntar. Dice que no es asunto suyo.
-No
lo es hasta que descubrimos que Margot es una loca y nos intente matar a todos
–se escandaliza.
-¿Por
qué es una loca por tener un sótano reforzado?
-Es
una clara señal de paranoia –dice, resuelta, como si fuese lo más obvio del
mundo.
-Lo
importante es que está viva.
-Por
ahora… -murmura Ángela.
-¿Qué
quieres decir?
-¿No
te has dado cuenta de que no todo ha sucedido a la vez?
Frunzo
el ceño, pensativo. Es cierto que, cuando encontré a Ángela, el incendio en su
pueblo había sucedido hacía cuestión de unas horas. Sin embargo, yo había
salido de mi ciudad unos siete días antes.
-Sí,
ha sido algo como progresivo. ¿A dónde quieres ir a parar?
Ángela
se coloca delante de mí, haciéndome frenar en seco. Se acerca como si fuésemos
a conspirar sobre un asesinato.
-No sabemos con qué frecuencia pasan. Ni qué sitios van primero y cuáles después. –Hace una pausa dramática y se acerca un poco más, bajando, si cabe, el tono de voz -. ¿Y si pasamos por una ciudad y justo en ese momento ocurre el desastre que toque?
Capítulo
17. Idiomas (Ángela)
No
estaría nada mal disponer de Google maps
en estos momentos. Días y días caminando, pero sin tener ni idea de dónde
estamos. Ni siquiera sé qué pinta va a tener la frontera, ni si la hemos pasado
ya, ni si la podremos pasar. Cada hora que pasa, me harto más de esta
situación.
Por
otra parte, Sayid está encantado con su nueva amiga francesa. No para de caminar
al lado de Ivette para contarse batallitas. Dice que le sirve para mejorar su
inglés, y que incluso se están enseñando palabras sueltas de sus respectivos
idiomas. “Ya, bueno, pero no creo que vayan a ofrecerte ningún premio por
sacarte el B2 de francés en estos momentos, Sayid”.
De
nuevo pienso lo que sería tener ahora mismo un teléfono en el cual disponer de
diccionarios online cuando lo necesite. De ese modo, podría decirle de una vez
a la tal Margot que deje de asesinarme con la mirada. “Yo tampoco quiero estar
contigo. Déjanos en paz”.
-Menos
mal que estás tú –le digo a Félix, mi único aliado estos días -. Si te hubiera
dejado…
Me
da un escalofrío solo de pensarlo. De no ser por Sayid, este bebé habría
muerto, solo, en mitad de una calle llena de cadáveres. Y habría sido culpa
mía. Me aferro a él aún más hasta que protesta de lo fuerte que le abrazo.
-¿Qué
haces? –pregunta Sayid desde mi izquierda, alarmado por las quejas de Félix.
-Nada
–respondo, desganada, aflojando mis brazos.
Mentiría
si dijese que no estoy algo molesta por su abandono. Sé que no tengo derecho a
estarlo, teniendo en cuenta que simplemente ha decidido hablar con ella, pero
hay algo que me revuelve las tripas de esta amistad. Siento que pasa tanto
tiempo con Ivette porque está harto de mí. “Yo también lo estaría”.
-Nourriture
-dice la francesa antipática.
-No
te entiendo –le grito como si de esa forma las palabras cambiasen de idioma
conforme salen de mi boca.
Ella
me mira con el ceño fruncido y señala hacia delante. Compruebo que, aunque esto
parece las afueras de una ciudad, hay un restaurante. Probablemente estaremos
en un polígono.
-Es
una pizzería –comento, algo sorprendida.
“Genial,
un sitio donde todo está escrito en italiano es lo ideal para saber si seguimos
en España o ya hemos llegado a Francia”.
-Parece
intacto –señala Sayid.
-Por
favor, que tengan pizzas hechas –suplico, corriendo hacia el lugar. No sé de
dónde saco las fuerzas para la velocidad que consigo. Supongo que del hambre.
Se
me hace la boca agua nada más entrar al establecimiento. Dado que las puertas y
ventanas están cerradas, el restaurante ha conservado el calor de los hornos y
todavía huele ligeramente a orégano y pan tostado. En circunstancias normales,
probablemente no conseguiría oler apenas nada. Sin embargo, cuando se tiene un
agujero en el estómago parece que el olfato se sensibiliza al olor de la comida.
Al menos, el mío. O igual son imaginaciones solo de pensar en comer.
-Me
muero de sed –dice Sayid dirigiéndose sin pensárselo hacia el grifo más
cercano. No me había planteado beber agua, pero ahora que lo ha dicho siento la
lengua seca y pesada.
Contemplo
con recelo a Ivette siguiendo tímidamente a Sayid. “Búscate tu propio grifo”,
quisiera decirle. Me sorprendo con mi propia actitud. Nunca he sido celosa, ni
me he considerado como tal, pero nunca había tenido un alma hermana, así que
imagino que los instintos primarios se activan más fácilmente que si fuera mi
novio o algo así.
Decido
entrar en las cocinas, en parte para buscar algo de comer, en parte para
alejarme de la parejita. Arrugo la frente cuando empiezo a darme cuenta de que
todo el establecimiento está en perfectas condiciones. Demasiado perfectas.
Aunque no haya habido ningún terremoto o incendio como en la ciudad de Sayid y
en mi pueblo, se supone que este sitio habrá estado vacío durante varios días.
Es un poco extraño que esté como recién fregado.
Desecho
una idea paranoica que me asalta sin aviso. “¿Y si en Francia no ha pasado
nada? ¿Y si las francesas…?”. No. Eso no puede ser. Fuimos nosotros quienes las
encontramos. Fue Sayid el que ofreció que nos juntásemos. Si ellas estuvieran
detrás de todo este jaleo, este boicot al mundo, no tendría sentido que se
unieran a nuestra caminata.
“A
no ser que quieran matarnos”.
-Para
–me ordeno en voz alta para despertar de mis tonterías. Félix me mira,
sobresaltado -. Perdona, no pasa nada. Solo me estoy volviendo loca –le
explico.
Me
giro de golpe cuando escucho la puerta abriéndose. Me inquieta encontrar a
Margot entrando en la cocina. Nos limitamos a dirigirnos unas miradas algo
desconfiadas, y cada una vuelve a lo suyo. “Solo ha venido a por comida, como
tú. No es una amenaza. Cálmate de una vez, Ángela”.
Comienzo
a rebuscar en las alacenas, deseando que haya galletas, por motivos que
desconozco. Raro será que haya en una pizzería. Compruebo que todo está en
crudo: harina, especias y poco más. Intento no decepcionarme, tratando de
mantener las esperanzas en que habrá algo más. Sin embargo, cada armario que
abro es más soso que el anterior.
-¿Sabes
usar el horno? –murmuro para que solo me escuche Félix. Este hace unos
gorgoritos y agita las piernas -. Tú también tienes hambre, ¿verdad?
-Ts
–me chista Margot. Yo me giro, molesta, pero mi expresión cambia cuando me
muestra verduras pochas y queso con moho.
-No
podemos comernos eso –digo, aunque suena más como una pregunta. “Esa lechuga
tiene partes negras, pero si se las quitamos y la lavamos bien…”.
Margot
se aleja de la nevera y comienza a rebuscar en los armarios que yo ya he
mirado. Decido mirar yo en el frigorífico por si a ella se le ha pasado algo,
pero parece que en este restaurante lo tomaban todo fresco. Me fijo en que la
parte de abajo es un congelador, y les suplico a todos los dioses que haya
comida en su interior. Si está congelado, se habrá podido conservar.
-Espinacas
–suelto con más alegría que cuando saqué un sobresaliente en matemáticas. Nunca
había estado tan feliz de encontrar verduras congeladas.
Se
me saltan algunas lágrimas, literalmente, cuando encuentro helado, pero estoy a
poco de gritar cuando encuentro fiambreras con comida. La mayoría es pasta, en
diferente forma y con distintos ingredientes. Supongo que los empleados
guardarían algunas sobras para comérselas ellos.
Es
tal la emoción que tengo que me apetece hasta contárselo a la francesa. Cierro
la puerta del refrigerador con la pierna derecha porque tengo los brazos llenos
de tápers. Menos mal que hoy decidí meter a Félix en su mochila, porque a estas
alturas habría acabado en el suelo.
-¡Margot!
–exclamo mostrándole los recipientes que llevo. Sin embargo, ella no reacciona.
Está con la vista centrada en la encimera junto al horno.
Me
acerco con curiosidad para ver de qué se trata. Descubro, anonadada, que está
amasando harina con algunos de los ingredientes que he encontrado
anteriormente. Quiero preguntarle qué está haciendo, pero en cuanto se percata de
mi presencia su labor va más allá de los idiomas.
-Pizza
–me informa, triunfal, señalando la masa con la cabeza.
-Pizza
–confirmo yo, sonriente.
¿La
comida? El lenguaje más universal que existe.
Capítulo
18. Sobrevivir (Sayid)
-¿Qué
ha pasado aquí? –le pregunté a Ángela cuando recobró la compostura.
La
chica de trenzas doradas tenía la vista perdida. O, al menos, eso creía yo.
Cuando quise fijarme bien, me di cuenta de que contemplaba fijamente los
escombros que se erguían frente a nosotros.
-¿Es
tu casa? –pregunté echándole un vistazo. Ángela asintió sin mirarme.
-Era
–recalcó -. Fuego –añadió escuetamente.
Yo
no quise presionarla con más cuestiones. Después de ver el estado en que la
había encontrado, supe que no podría dejarla sola, pero que también necesitaba
su espacio. Al fin de cuentas, éramos completos desconocidos.
-¿De
dónde vienes? –inquirió girando su cabeza hacia mí.
-De
no muy lejos –me limité a decir -. En mi ciudad hubo un terremoto.
-¿Cómo
sobreviviste? –La voz de Ángela aún estaba algo quebradiza.
-Me
oculté bajo un huerto –solté sin darme cuenta de lo raro que sonaba hasta que
no lo oí yo mismo. Ella, sin embargo, volvió a asentir, sin más -. ¿Y tú?
-Estaba
allí –dijo señalando hacia su derecha. Yo mire más allá de su dedo índice, pero
solo veía escombros y polvo.
-Allí,
¿dónde? –presioné sutilmente.
-En
el gimnasio.
-¿Hay
un edificio intacto cerca de aquí?
Ángela
asintió vehemente, sin darse cuenta de lo que significaba eso para mí. Un
gimnasio, además, significaba duchas y probablemente algo para comer. Incluso
colchonetas o esterillas donde poder descansar.
-Escucha,
necesito que me lleves allí, por favor.
-¿Para
qué? –preguntó desganada.
-Para
poder sobrevivir –le expliqué como si fuera una niña pequeña.
Esperé
expectante la respuesta con las cejas levantadas, ansioso para que me llevase allí
cuanto antes. Refrescarme bajo un grifo, saborear barritas energéticas y
descansar la espalda en algo más blando que el suelo se me antojaba un sueño.
Ángela
clavó sus ojos verdosos, aún algo enrojecidos de llorar, en los míos y, sin
expresión alguna, destrozó mis sueños.
-Yo
no quiero sobrevivir.
Capítulo 19. Confusiones
(Ángela)
Me da un repelús tremendo
cuando me encuentro a Sayid e Ivette medio duchándose con trapos mojados en el
agua que cae a manantial del grifo de la barra. Esta pizzería parece más un bar
que otra cosa.
-¿Qué hacéis? –inquiero
algo horrorizada.
-Refrescarnos –dice
Sayid, como si fuese lo más normal del mundo estar en mitad de un restaurante
sin camiseta -. ¿Quieres? –me ofrece tendiéndome su trapo.
-Estoy bien, gracias
–respondo, esta vez asqueada -. He encontrado unas fiambreras con algo de
pasta. Estoy calentando unos espaguetis y, en cuanto termine el microondas,
meto media lasaña.
-Dios, ya puedo
saborearlo –suspira Sayid cerrando los ojos, como si de verdad tuviera la
comida en su boca. Yo no puedo evitar reírme. La francesa le mira, confusa,
probablemente preguntándose de qué estaremos hablando. “Es una conversación
privada, Ivette, lo siento”.
-Margot está haciendo una
pizza –añado.
-¿En serio? –se sorprende
mi hermano mientras se pone la camiseta, lo cual agradezco. No me gusta mezclar
comida con cuerpos desnudos. Al menos, no los suyos.
-¿Did she mention Margot? –parlotea Ivette.
-She´s making pizza –le responde Sayid. No me hace falta ser
australiana para saber lo que han dicho, teniendo en cuenta que con el nombre
de Margot y la palabra “pizza” se entiende el mensaje. Esto me hace pensar que
Ivette se ha enterado a la primera y, aun así, ha decidido preguntarle -. Voy a
ver si necesita ayuda –me informa dirigiéndose a la cocina.
-I´m coming with you –balbucea atropelladamente Ivette bajándose
rápidamente de la encimera donde se había sentado.
Cuando va a pasar por mi
lado, apoyo mi mano en la encimera para cortarle el paso. La chica francesa
retrocede un paso, entre alarmada y sorprendida.
-Tres son multitud,
cariño –digo con una sonrisa igual de amplia que de falsa.
A pesar de no hablar el
mismo idioma, sé que ella sabe a qué me refiero, por lo que camina sobre sus
propios pasos y coloca los trapos encima del grifo para que se sequen. Todo
ello lo hace sin quitarme un ojo de encima, pero no me siento ni mucho menos
amenazada. La he calado por completo.
Cuando Sayid sale de la
cocina trayendo algunos de los platos de pasta ya calentados, aprovecho para
acercarme a Ivette.
-Gay –le susurro
señalando a mi hermano.
Su expresión se
ensombrece al mismo tiempo que, de algún modo, se enrojece. No puedo evitar que
una leve sonrisa maliciosa aparezca en mi cara.
-¿Qué le vamos a dar a
Félix? No hay leche ni fruta en buen estado –me consulta Sayid con su expresión
de padre preocupado.
-Lo he estado pensando un
rato, y no lo sé –me sincero.
El bebé no parece
afectado porque el resto estemos zampando pizza como si no hubiese un mañana.
Cuando veo de reojo que Ivette le acerca algo a la boca, aparto a Félix llevada
por mi nuevo instinto maternal.
-¿Qué haces? –inquiero,
histérica.
-He can eat this –le dice a Sayid. Yo me fijo en lo que ha
depositado en la cuchara. Es una especie de papilla roja.
-Pregúntale qué es –le
ordeno a mi hermano.
-It´s tomato with some olive oil. No salt –se adelanta Ivette antes
de que Sayid pueda pronunciar palabra.
-Deja que se lo dé. Es
únicamente tomate machacado.
Aún algo recelosa,
deposito de nuevo a Félix donde estaba y permito que la francesa lo alimente.
El niño no parece disgustado ante la posibilidad de comer.
-She has to trust me –vuelve a dirigirse Ivette a Sayid. Éste no
vuelve a hablar.
-¿Qué pasa? –le pregunto
con la boca llena de espaguetis con salsa de champiñones.
-Creo que estás siendo
muy dura con ellas, y se han dado cuenta. Ángela, solo somos cinco personas en
este mundo. Al menos, por ahora. No puedes estar todo el tiempo a la defensiva.
Tienes que confiar en Ivette y Margot.
-Su frase no era tan
larga… -me quejo entre dientes, que le arranca una sonrisa a Sayid.
-¿Me prometes que te vas
a relajar?
-Te puedo prometer
intentarlo, no conseguirlo.
-¿Por qué estás así?
-¿Por qué no lo estás tú?
No las conocemos de nada.
-A mí tampoco me conocías
al principio, ni yo a ti.
-Eso es diferente.
-¿Por qué?
-Porque sí –gruño, alto
alterada. Sayid suspira, exasperado -. ¿No te das cuenta de que podrían ser
malas personas? Podrían querer tenernos cerca por si se quedan sin comida y
tienen que comernos a nosotros.
-Ves demasiadas películas
de miedo.
-No sé tú, pero yo a
Félix le veo muy buena pinta –bromeo suavizando el tono. Sayid vuelve a reírse
-. Solo tengo miedo de esta situación, eso es todo –añado, sincera -. No
sabemos quién ha empezado a hacer todo esto, ni por qué.
-¿Es eso lo que ocurre?
Ángela, ellas no pueden haber sido. Si es que ha sido alguien. Aún no lo
sabemos.
-¿Cómo puedes estar tan
seguro?
-Simplemente lo estoy.
Me quedo dándole vueltas
entre mis dedos al borde del trozo de pizza que me acabo de comer, pensativa.
Probablemente tiene razón, pero me pone los pelos de punta pensar qué pasaría
si no. “No puedo bajar la guardia, Sayid. Tienes que entenderlo. Tengo que
protegerte. A ti y a Félix”.
Y a mí.
“Tengo que protegernos”.
Capítulo
20. Estrellas (Sayid)
-¿Sabes
qué he soñado hoy?
-¿Qué?
-Que
un chico de mi antiguo instituto le pedía matrimonio a Margot.
Las
carcajadas de Ángela me invaden el corazón. Con su cabeza sobre mi barriga,
ambos tumbados en mitad de una explanada de tierra, miramos las estrellas que
se extienden cual manto ante nuestros ojos.
Acaricio
la melena, ya bastante crecida, de mi hermana y respiro despacio, disfrutando
cada bocanada de aire. Me sorprende que, en esta situación, pueda considerar
que soy feliz, incluso más de lo que nunca he sido. En gran parte se debe a
ella, a decir verdad. Quien diga que necesita pareja es porque no sabe que
existen las almas hermanas, porque no podría pedir alguien mejor que ella.
-¿En
serio? –pregunta, divertida.
-Y
tan en serio. Estábamos en una especie de limusina y se declaraba. “Mi reina,
¿te casarías conmigo?”. Margot gritaba que sí como una descosida. No sé por
qué, pero me hacía mucha ilusión. Creo que estaba más contento yo que ella.
-Eres
un romanticón empedernido.
-Puede.
Pero tú también estabas, igual de emocionada que yo.
-Qué
poco realista –bufa. Yo esbozo una sonrisa.
-Lo
peor es que se llevarán más de veinte años. De hecho, él era menor edad.
-Ew.
Haber empezado por ahí. Qué asco –se horroriza ella, tapándose el rostro con
ambas manos.
Un
silencio sepulcral nos invade, pero no es de esos incómodos que hay que
rellenar con cualquier tontería. Simplemente nos limitamos a contemplar el
cielo iluminado, acompasando nuestras respiraciones.
Ivette
y Margot, por su parte, ya se han echado a dormir. Hoy tenemos que estar a la intemperie
porque llevamos unos cuantos días caminando en la nada, así que no hay mucho
refugio. A lo lejos se divisa un bosque, pero nos genera más confianza la nada
que rodearnos de plantas que emitan sonidos terroríficos movidas por el viento.
No debería tener miedo a estas alturas, teniendo en cuenta que llevamos semanas
sin encontrarnos con nadie. Sin embargo, parece que todos estamos algo
alterados, a la espera de que venga lo peor.
Aunque,
en realidad, yo estoy bastante tranquilo, y mentiría si dijese que no es porque
no crea que puede pasar algo. A decir verdad, me genera bastante calma tener a
Ángela a mi alrededor, porque sé que, si hiciese falta, podría defenderme.
Supongo que se ha convertido en mi cuidadora personal. Probablemente debería
ser yo el que la proteja a ella, teniendo en cuenta que soy el mayor, pero no
vamos a engañarnos: si yo tuviese que enzarzarme en una pelea, duraría dos
segundos.
-Este
sería un buen momento para que supieses señalarme alguna constelación –dejo
caer.
-O
que supieses tú.
-Me
las puedo inventar. Mira, esa es la osa mayor –digo apuntando mi dedo hacia el cielo.
Ángela me mira, sonriente, y yo me encojo de hombros.
-Pues
mira aquella. –Ángela dibuja unas extrañas formas en el aire -. Se llama arroz
con curry.
-¿Por
qué? –pregunto entre risas.
-Porque
parece un tazón de arroz con curry –explica mirándome muy seria, como si fuera
lo más evidente del mundo. Seguidamente, no puede aguantar su expresión de
astrónoma y se echa a reír.
-Entonces,
esos somos nosotros –puntualizo girando con suavidad la cabeza de Ángela para
que mire donde mis ojos apuntan -. Félix, tú y yo. –Imito sus dibujos
anteriores, realizándolos lentamente para que se entienda qué conjunto de
estrella corresponde a quién.
-¿Y
Margot e Ivette? –inquiere ella. Noto un ligero tono temeroso en su voz.
No
hay que ser muy listo para darse cuenta de que a Ángela no le hace ninguna
gracia compartirme con Ivette. Desde el primer momento no le gustó que nos
uniésemos con las francesas, pero no se trata solo de desconfianza. Sé que le
duele que pase menos tiempo con ella, y sé que cree que lo hago porque estoy
cansado de su compañía. “Parece que no sabes lo bien que te conozco, hermana”.
-Ellas
son otra constelación –explico pasando mi brazo izquierdo por detrás de mi
cabeza como si de una almohada se tratase -. Las constelaciones son como
familias. Aunque parezca que todas las estrellas están muy juntas, cada grupo
va por separado. Están cerca de las demás, pero no tanto como de su
constelación.
La
mano de Ángela agarra la mía con fuerza. Yo sonrío, aliviado de que haya
entendido la alegoría.
-¿Está
chispeando? –pregunta alzando su otra mano.
Un
par de gotas aterrizan en mi frente. En el momento en que ella se levanta, el
instinto me hace ponerme la mochila de Félix y meterle a él dentro. El bebé se
queja por el movimiento que le despierta, pero en cuanto lo introduzco en la
mochila se vuelve a dormir. Le tapo la cabeza con mi mano para que no le caiga
la lluvia, cada vez más acuciante.
-Qu´est-ce que passe? –escucho la voz de Margot,
adormilada.
-Nos
tenemos que mover. Como empiece a caer una buena, nos vamos a poner chorreando
–dice Ángela tendiéndome mi mochila. Compruebo que ella ya se ha colgado la
suya a los hombros.
Me
pongo en cuclillas junto a Ivette y comienzo a mecerle un hombro para que se
despierte.
-We have to leave –le digo.
Cuando
abre medio ojo y siente las gotas de lluvia cayendo sobre su cabeza, empieza a
gritar de una forma que me hace caer hacia atrás. Aterrizo con el trasero y
apoyo mi mano en la tierra para no salir rodando hacia atrás.
-¿Qué
le pasa? –inquiere Ángela, alarmada.
Margot
se acerca a su amiga para tratar de calmarla, haciéndole preguntas en francés.
Sin embargo, la chica no le hace ningún caso y, en su lugar, echa a correr
hacia ninguna parte.
-¿Dónde
vas? –le grita Ángela. Me da la sensación de que, aunque entendiese el idioma,
no le respondería.
Los
demás presentes nos miramos y, sin mediar palabra, salimos tras ella. Ángela es
la que va más rápida, a parte de por su forma física, porque lleva menos peso.
Yo no quiero alarmar a Félix, así que voy con cuidado. Margot, por su parte, se
ha visto obligada a llevar tanto su mochila como la bolsa bandolera de Ivette.
Cada
vez se hace más difícil seguir corriendo. La lluvia cae con más fuerza, y
empezamos a adentrarnos en el bosque donde, aunque las hojas de los árboles
actúen como paraguas improvisados, también hay más tierra que se convierte en
barro. El suelo se me antoja arenas movedizas.
-Va
a ser mejor que nos separemos. La hemos perdido –dice Ángela. Yo asiento, de
acuerdo, y le hago señas a Margot para hacerle saber el plan.
No
tengo claro cómo vamos a encontrarnos después, pero confío en la fuerza de
nuestras cuerdas vocales para que, a voz en grito, podamos seguirnos la pista.
Félix
se ha hartado de tantos trotes y ha comenzado a llorar, cosa que no me
sorprende en absoluto. Estoy a punto de llorar yo.
-No
pasa nada –trato de tranquilizarle, meciéndole.
Decido
que no voy a conseguir nada corriendo de este modo, e intento usar la cabeza.
Me agacho para intenta dilucidar huellas en el barro, pero es un poco difícil
puesto que el torrente de agua que cae en el suelo me tapa la vista y difumina
la tierra.
Me
fijo en que, delante de mí, hay una rama partida por la mitad. Me acerco para
examinarla, teorizando que alguien la ha podido romper para apartarla del
camino. Decido seguir el rastro de hojas con rasguños, ramas torcidas y
arbustos magullados. Imagino que esto es la mayor pérdida de tiempo del mundo,
pero es el único plan que tengo.
Tras
un par de tropiezos, tres resbalones y unos interminables pasillos de árboles,
llego a la conclusión de que estoy andando en círculos.
-Yo
creo que ese árbol lo hemos bordeado veinte veces –le digo a Félix, que me
observa con sus grandes ojos azules -. Al menos, la caminata te ha calmado.
Aguzo
el oído ante unos leves sonidos que se cruzan entre las hojas. Me parece oír un
sollozo, y sigo con prisas el ruido antes de que se desvanezca.
-No
me fastidies.
Tras
levantar una gran hoja, me encuentro a Ivette y a Ángela arrodilladas en mitad
del bosque, la primera aferrada con fuerza a la segunda. Le hago una mueca
interrogativa a Ángela, y esta responde encogiéndose de hombros, entre
anonadada y resignada.
No
puedo evitar que una sonrisa algo socarrona cruce mi cara cuando me fijo en la
mano de Ángela dándole palmaditas en la espalda a su enemiga.
Capítulo
21. Asma (Ángela)
-En
serio, qué mal rollo –digo exagerando un escalofrío -. Nada más verme, se me
echó encima como una loca. Ni siquiera sabía qué le pasaba, ni me iba a
entender si se lo preguntaba, pero tampoco quería apartarla de mí. Estaba
llorando, al fin y al cabo.
-Me
ha contado lo que le pasó. ¿Recuerdas que lo que destrozó su ciudad fue una
especie de lluvia ácida? –Asiento -. Probablemente le haya generado un trauma o
algo así. El caso es que la única vez que les había llovido fue en Francia,
cuando solo estaban Margot y ella, pero estaban refugiadas bajo un gran puente
y no les cayó ninguna gota. Aun así, cuando empezó a ver las gotas de agua
cayendo en el suelo, sintió una especie de pánico.
-Si
algún día encontramos alguna civilización, vamos a tener que ir todos al
psicólogo.
-Probablemente.
Abro
una botella de agua y bebo un pequeño sorbo. Aunque está llena, no me atrevo a
gastar provisiones. Los sitios por donde vamos pasando son muy dispersos. A
veces llegamos a ciudades que están enteras, con sus edificios y supermercados
al completo. Otras, en cambio, parecen un desierto turbio y escalofriante.
Nuestro pasatiempo favorito es teorizar sobre qué ha ocurrido en cada lugar,
aunque la mayoría de las veces no tenemos ni idea de qué suponer.
Al
principio, todo me daba muy mal rollo. El simple hecho de pensar qué habría
podido acabar con la vida de miles de personas me daban ganas de vomitar la
poca comida que almaceno en mi estómago. Sin embargo, he llegado a
acostumbrarme, igual que pasó con el tema de andar bordeando cadáveres: es algo
que hacemos sin pensar, como si siempre hubiésemos ido así por la calle. “Anda,
otro muerto. Pues lo salto”. Una venda de crudeza nos tapa los ojos y ha
conseguido insensibilizarnos.
-¿Quieres?
–le ofrezco agua a Sayid, que niega con la cabeza. Me fijo en que tiene los
labios completamente secos -. Bebe un poco. –No es una sugerencia, es una
orden. Él acepta a regañadientes.
-Un
centro comercial –nos dice Ivette con una pronunciación horrorosa. Su dedo
señala un gran edificio con cristaleras por toda la fachada.
-Un centre commercial –agrega Sayid, mirándola expectante. La chica
francesa asiente con una amplia sonrisa. Quizá yo también debería aprovechar
para aprender algunas palabrejas en inglés, pero cada vez que pienso en ello me
da una pereza digna de ser pecado.
-Por
favor, diosito, que haya colchones –bromeo juntando las palmas de las manos
cual rezo. Sayid se ríe.
-Si
no hay, pondré una queja en atención al cliente.
Cuando
entramos en el edificio, una arcada me sobreviene y me veo obligada a taparme
boca y nariz con ambas manos. Veo que las demás hacen lo mismo, y Sayid utiliza
una de sus manos para taparle medio rostro a Félix con su mantita.
-Huele
a podrido –dice mi hermano.
-Huele
a que los muertos de aquí llevan ya una temporada haciendo noche –corrijo yo.
-This is so gross –exclama Ivette desde
la mitad del pasillo.
Nos
acercamos donde está ella y descubrimos el motivo del hedor. No se trata
únicamente de cuerpos fallecidos como los que hemos ido encontrando a lo largo
del camino. No tengo ni la más mínima intención de averiguar qué ha ocurrido en
este lugar. Solo sabemos que hay charcos de sangre y fluidos corporales,
algunos órganos incluidos.
-¿Han…
explotado? –inquiere Sayid, confuso.
-Si
hubiesen explotado, no quedaría nada de ellos, ¿no? –repongo -. Es como si les
hubiesen quitado la piel y los músculos, y solo quedase lo de dentro –explico
conteniendo otra arcada.
-¿Qué
habrá pasado?
-Ahora
mismo, solo quiero alejarme de… eso. Me da igual cómo hayan muerto. Y sé que
sueno terriblemente insensible, pero como no nos marchemos ya me van a empezar
a lagrimear los ojos.
Avanzamos
por todo el centro comercial, desesperados por encontrar algún lugar habitable.
Estoy a punto de planear mi funeral cuando encontramos la zona de colchones y,
contra todo pronóstico, es respirable.
-¿Por
qué aquí no huele a pocilga?
-Estaban
de reformas –responde Sayid mostrándome un cartel que reza “Estamos mejorando
nuestras instalaciones. Disculpen las molestias”.
Aún
sin creerme la suerte que hemos tenido, me tiro de cabeza sobre una de las
camas y me quedo allí modo vegetal, estirada ocupando el colchón al completo
cual estrella de mar. Escucho una carcajada de Sayid lejana, porque no me hace
falta estar mucho rato con la cabeza sobre la almohada para dormirme.
Algo
a lo que nunca creo que vaya a acostumbrarme es a las pesadillas. No importa lo
cansada que esté, lo tranquilo que haya sido el día o lo bien que haya comido,
siempre aparecen. Acucian mucho aquellas en las que muero de distintas maneras:
en el incendio de mi pueblo, en el campo de minas que atravesé con Félix y de
alguna forma que se nos haya ocurrido dependiendo del lugar por el que pasemos.
También me daría para escribir varias novelas mejores que las de Stephen King
sobre alguien viniendo a asesinarme. Esa persona que me imagino que ha
provocado todo esto aprovecha que estoy durmiendo y me asfixia hasta que me
despierto sobresaltada. O me arrebata a Félix de mis brazos y le pega un tiro.
O le pone un cuchillo en la mano a Sayid para que se corte su propio cuello y,
después, me lo ofrece a mí para que haga lo mismo. Típicos sueños de una chica
normal.
Pero,
sin duda, los peores son en los que aparece Auggie. Mi hermano pequeño en mitad
de las llamas. Yo tratando de llegar a él. Nado entre el humo negro, pero él
cada vez está más lejos, como si con cada paso que doy él retrocediese cinco.
“Es tu culpa, Ángela. Me has matado tú. No te olvides de mí”, dice él sin
parar. Yo lloro sin parar, tanto en el sueño como en la vida real
simultáneamente. “Lo siento, Agustín. Lo siento muchísimo”. Pero él tiene esa
mirada asesina, desafiante, de alguien cuya ira no puede mermarse sin más.
La
mayoría de los días me despierto de golpe, con el corazón a mil, y en ocasiones
entre gritos. Sin embargo, hoy no es así. La pesadilla de hoy se basa en la
total realidad: pasillos interminables con charcos hechos de personas
esparcidos por el suelo. Igual que durante el día, pero en modo infinito. Se me
abren los ojos cuando, en el sueño, llego a una puerta muy iluminada. Tiene
tanta luz que no veo lo que hay tras ella. Y, sin más, dejo de estar dormida.
Tanteo
a mi alrededor en busca de Sayid. Se ha convertido en tradición reconfortarnos
por las noches cuando alguno de los dos nos despertamos. Un abrazo o aferrarme
a su mano y las pesadillas cesan. Sin embargo, mi cama está vacía. Me giro y me
encuentro de frente con Félix, que duerme plácidamente.
-Espero
que tú tengas sueños bonitos –le susurro, posando suavemente mi mano sobre su
vientre, que se expande y se deshincha despacio.
Me
incorporo intentando no mover demasiado el colchón para no alterarle y miro a
mi alrededor. Veo a Margot durmiendo a un par de camas de distancia. Veo en su
rostro un ceño fruncido que me hace esbozar media sonrisa irónica. “Tú y yo
estamos en las mismas, ¿eh?”. Continúo buscando a Sayid y consigo encontrarlo
cuando mi vista se acostumbra a la oscuridad. Lo veo junto a Ivette, ambos
sentados en el suelo con las espaldas pegadas a la pared, charlando. No escucho
la conversación, pero tampoco iba a entenderla aunque estuviesen más cerca.
Me
siento un poco traicionada, porque Sayid era mi salvavidas contra las
pesadillas. Dolida, me aferro a Félix como si fuera mi alma hermana por
despecho.
Noto
mi cuerpo siendo zarandeado con poca delicadeza. Levanto las pestañas entre
quejidos y me encuentro la cara de Margot frente a la mía. Me sobresalto un
poco al tenerla tan cerca. No puedo evitar fijarme en las arrugas que surcan su
rostro. No creo que llegue a los cuarenta, pero tampoco los tendrá lejos.
Ivette, por su parte, imagino que estará más cercana a los treinta, aunque me
sigue pareciendo algo asaltacunas que quiera liarse con Sayid. Se llevarán algo
más de diez años, probablemente. Por otra parte, me he inventado que quiera
liarse con él. En realidad, solo me he basado en un par de miraditas que le he
pillado y su insistencia en acercarse a él. Pero supongo que tengo razón. Suelo
tener razón, sobretodo en estas cosas.
Todo
este sinsentido de pensamientos se cruza a toda velocidad por mi cerebro
mientras los ojos de Margot se clavan con insistencia en los míos.
-Food
–me dice haciéndome gestos de llevarse comida imaginaria a la boca. Después
señala hacia abajo, con lo que intuyo que es donde se encuentra el
supermercado.
La
mujer francesa se marcha sin molestarse en esperarme. Parece que ella también
se está poniendo al día con los idiomas. Me planteo buscar por la zona de
librería un par de diccionarios mientras me levanto de la cama.
De
repente, me acuerdo del bebé al que he dormido abrazada y me doy cuenta de que
no está. Mis instintos maternales se activan y bajo al supermercado a paso muy
ligero. Parezco ese grupo de ancianos que salen en las series americanas
andando en chándal muy rápido por los centros comerciales. Siempre me ha
parecido absurdo, pero ahora le encuentro su punto.
-Aquí
no huele tan mal –comento en cuanto entro al supermercado y diviso a mi grupo
sentados en el suelo.
-Es
por la comida. Hay algunos… cuerpos, pero tantos alimentos ocultan los olores
–explica Sayid mientras le da un potito a Félix -. Está todo en bastante buen
estado. Coge lo que quieras.
Delante
de ellos, se expanden una horda de bollería industrial y tarros con todo tipo
de untables, desde mermeladas a cremas de cacao. Yo decido ponerme finolis y me
busco algo para mí. Hoy, por una vez en la vida, me apetece comer sano, así que
salgo a la zona de pastelería en busca de pan integral. También me paso por la
zona de aceites y de frutas, tanto para echarme tomate en el bocadillo como
para comerme un melocotón de postre.
Este
desayuno extraordinariamente sano y completo me da nostalgia, puesto que solía
ser mi rutina antes del desastre. Me he fijado que he perdido peso, y mi peso
se entiende en músculo. Me sorprende que sea eso lo que me preocupa, teniendo
en cuenta toda la situación, pero la mitad de mi vida la he dedicado al
ejercicio, y que todo mi trabajo se haya echado por tierra en unos pocos meses
me frustra.
Decido
coger también algo de queso blanco y unos zumos. Me llama la atención que nada
esté pocho, ni con moho, ni siquiera los yogures están pasados de fecha.
Debería alegrarme de tener comida de sobra, pero solo pienso en que esto quiere
decir que hasta hace muy poco los charcos que decoran los pasillos eran
personas. No quiero pensar en qué ocurriría si llegásemos a un sitio y nos
tocase vivir otro desastre, natural o no.
-¿Qué
hace? –inquiero, molesta, cuando me encuentro a Margot cogiendo en brazos a mi
bebé. Suelto toda mi comida en el suelo y le arrebato a Félix de los brazos. Me
siento frente a mi desayuno sin preparar y estaciono al niño encima de mis
piernas.
-Solo
estaba comprobando si tiene asma –me explica Sayid -. ¿Recuerdas? Lo
encontramos con una mascarilla unida a un inhalador y no la hemos usado desde
entonces. Estoy un poco preocupado por eso.
-Doctor
–dice Margot poniéndose una mano en el pecho. No tengo claro si lo ha intentado
decir en inglés o español.
Las
mujeres se ponen a charlar en francés, y tras eso Ivette le traduce la
conversación a Sayid en inglés. Este jaleo de idiomas se me antoja pesado.
-Dice
que no parece que tenga asma de ningún tipo –me traduce Sayid, finalmente, en
un lenguaje que comprendo.
-¿Cómo
puede saberlo? No tiene aparatos ni nada. Lo de escuchar el corazón y los
pulmones –replico yo, escéptica, restregando medio tomate en mi rebanada de pan
integral.
-Estetoscopio
–me aclara -. Y no lo sabe con total seguridad, pero está bastante convencida.
Más que nosotros sabe.
-Bueno,
tampoco es una información que nos cambie la vida.
-Me
permite despreocuparme de eso. He estado todo el rato pensando que le podíamos
estar haciendo daño. Me alivia saber que no es así. ¿A ti no?
Yo
me encojo de hombros, aparentando indiferencia. “Evidentemente me alivia,
porque probablemente me preocupo más de él que tú, que lo sepas”.
-Podrías
cambiar de actitud –me reprocha Sayid. Su tono provoca que esté a punto de
atragantarme. Por suerte, el queso blanco es fácil de tragar.
-¿Qué
le pasa a mi actitud? –inquiero, con los nervios de punta.
-Que
estás todo el rato como enfadada. Sabes que Margot empezó como tú, algo
recelosa de nosotros, pero ha cogido mucha confianza. Tú, por otra parte…
-Yo,
¿qué?
-Tú
sigues igual. O peor, diría yo.
-Perdóname
por no saber sobrellevar con alegría el fin del mundo –elevo la voz con una
clara ironía en el tono.
-Los
demás estamos en las mismas circunstancias, pero tratamos de hacer lo mejor de
ella.
-Está
es mi personalidad, Sayid. Si no te gusta, no hace falta que me hables. –El
enfado en mi voz se podría palpar. Las francesas me miran como si fuese una
loca gritando sin motivo.
-No
vengas con el “yo soy así, no puedo cambiar”. Es una justificación cobarde.
-Pues
lo siento mucho –digo con toda la frialdad de la que soy capaz.
-Deja
de una vez esos celos absurdos que tienes, Ángela. Y deja de comportarte como
una imbécil.
Capítulo
22. El gimnasio (Sayid)
De
alguna manera, conseguí que Ángela me llevase a ese gimnasio del que hablaba.
Necesitaba darme una ducha con muchísima urgencia, y comer no me venía nada
mal.
Ella
era lo más parecido a una zombie que había visto nunca. Yo creía que me había
afectado profundamente la muerte de todos mis compañeros del internado y, sobre
todo, la de mi profesor. Pero, en comparación con ella, lo mío había sido un
paseo.
-Se
llama Auggie –me informó con el tono de voz más neutral que había oído nunca.
Llegó a asustarme. Pensé de verdad que se iba a quedar así para siempre.
-¿Qué?
–pregunté, confuso, pero algo aliviado de que me hablase.
-Mi
hermano pequeño. Se llama Auggie –explicó -. Se llamaba Auggie –corrigió, y
pude notar por completo el dolor con el que lo hizo.
-¿Cuántos
años tenía? –me interesé para que continuara hablando. Necesitaba que
despertarse y, de paso, que cogiese confianza conmigo.
-Acababa
de cumplir ocho. En realidad, su nombre era Agustín, pero la mayoría lo llamaba
Agus. Mis padres, sus amigos en el colegio, incluso mis abuelos. Pero a mí me
dejó llamarle Auggie. Dijo que eso nos hacía tener una conexión especial.
Una
leve sonrisa triste cruzó su rostro, y me rompió el corazón.
-Aún
no me creo que ya no tenga un hermano pequeño. Ese es el gimnasio –añadió
señalando el edificio que se divisaba cada vez más de cerca.
Entrar
en un edificio limpio, sin cadáveres, fue de lo más reconfortante. Nunca he
sido de este tipo de sitio, pero ese día no habría podido estar en uno mejor.
Dejé
a Ángela sentada en un banco de abdominales. Ella miraba al infinito con los
ojos llorosos, pero sin soltar ni media lágrima.
-Me
voy a dar una ducha, ¿vale? –le comuniqué agachado delante suya para que no
tuviese que levantar la cabeza para verme. Ella asintió la cabeza sin mirarme.
-No
tienes que cuidar de mí –me dijo cuando yo ya estaba en mitad de la habitación,
de espaldas a ella. Me giré para mirarla, pero Ángela no se había dado la
vuelta para hablarme. Seguía en la misma posición en que la dejé.
-Lo
sé –le aseguré, sonriéndole aunque no me viese -. Pero quiero hacerlo.
-Puedes
ser mi nuevo hermano pequeño –murmuró para sí. Sin embargo, yo escuché ese
comentario alto y claro. Amplié mi sonrisa.
Capítulo
23. Alergias y tanques (Ángela)
Han
pasado dos semanas justas desde que Sayid me llamó imbécil. Lo sé porque las he
contado. No porque sea una psicópata que se obsesiona con cada minucia que le
dice su alma hermana. La razón de contarlas es que se han hecho eternas.
Sayid
y yo hemos instalado un trato de silencio no programado que consiste en
ignorarnos olímpicamente el uno al otro. No es por nada, pero creo que se ve
claramente quién lo tiene peor de los dos. Yo, como mucho, puedo conversar con
Félix. Y, más que un diálogo, es un monólogo. Todo lo que me ofrece son
gorgoritos y pedorretas con la boca. Aun así, no podría alegrarme más de
tenerle.
Por
su parte, Sayid tiene a Ivette de aliada, y noto cómo Margot se esfuerza más
cada día para aprender tanto español como inglés, cosa que yo he desistido de
hacer, sobre todo porque a estas alturas no creo que nadie tenga interés en
querer pasar tiempo conmigo para enseñarme.
-Tendría
que haber cogido un dichoso diccionario –murmuro entre dientes, una vez más sin
entender la conversación que tienen mis compañeros.
No
tengo claro si mi hermano se arrepiente de nuestra conversación. Yo, desde
luego, sí. No hacía falta que me dijese que mi actitud es horrible y que estoy
resultando ser un coñazo de persona. Eso ya lo sé. Sin embargo, no me
justifiqué con el “yo simplemente soy así”. Fue más una llamada de auxilio.
“Soy así, Sayid, y no quiero serlo, pero no sé cómo parar”.
-¿Tienes
hambre? –le pregunto a Félix. Éste me mira con esos expectantes ojos
gigantescos.
Como
no veo que los demás tengan intención de parar, le tiendo a mi bebé un biberón
que dejé preparado ayer para que se lo vaya tomando mientras camino.
Mi
peso ha dejado de preocuparme. Ahora me inquieta más el de Félix. A esta edad,
debería notar cada vez más difícil llevarle a cuestas. Calculo que ya rondará
los diez meses, a vista rápida. Sin embargo, cada día que pasa su cuerpo es más
ligero que el anterior. Y no es porque yo me esté haciendo más fuerte.
Por
muchos supermercados que encontremos, acabamos pasando etapas de hambruna en
las que, con suerte, comemos un par de veces al día, siendo las raciones
bastante minúsculas.
-Al
menos tú no te das estas caminatas –le digo a Félix como si estuviese siguiendo
el hilo de mis pensamientos. Éste me mira sin soltar su biberón -. Estás muy
grande ya –miento.
Aunque
esté menos orgullosa de decirlo, el peso de Sayid también está entre mis
preocupaciones. Cuando le conocí ya estaba bastante delgado. Es de esas
personas de complexión fina que se le notan las costillas sin necesidad de
hacer esfuerzos. No obstante, se ha convertido en algo exagerado.
-Tiene
un hueco donde debería estar su estómago –le susurré a Félix hace cosa de unos
días. Encontramos un gran lago al que las francesas se lanzaron de cabeza en
cuanto lo vieron. Sayid se quedó en la orilla lavándose con un trapo.
Yo
me quedé en el césped a unos metros del agua desabrochando la mochila del bebé
para dejarle libre. Le estoy enseñando a gatear, y está haciendo unos progresos
bastante honorables. A decir verdad, no sé a qué edad debería enseñarle a
andar, pero teniendo en cuenta que no sé exactamente cuántos meses tiene,
supongo que me dejaré guiar por lo que su cuerpo le permita.
-It´s so cold –dijo Ivette saliendo del
agua como si fuera Pamela Anderson.
-No
sé a quién intentas impresionar, Ivette, pero creo que te dije que a Sayid no
ibas a conseguirle –susurré yo, hablando conmigo misma. Ese se ha convertido en
mi día a día: la loca del bebé que habla sola.
Margot
salió como una persona normal del lago y se acercó a nosotros. Supongo que
cuando me dijo que era doctora se refería a pediatra, porque está loca con
Félix. Parece mentira que cuando la conocimos prácticamente le odiase. Igual
era recelo, porque nosotros teníamos un bebé y ella no. Yo he llegado a confiar
en Margot para que le haga carantoñas al crío, e incluso me alegra que alguien
se interese en él.
Sayid,
a causa de nuestra pelea, ya no coge a Félix, ni le da de comer, ni le hace
ningún caso. Es como si fuésemos un matrimonio en el que mi marido me ha cedido
voluntariamente la custodia total del hijo.
La
mujer francesa contemplaba al niño gatear mientras se secaba el poco pelo que
le quedaba con un trapo, puesto que decidimos que las toallas iban a ocupar
demasiado espacio en las mochilas y con los trapos podíamos apañarnos. Margot
decidió raparse al dos en el centro comercial de los charcos de sangre. Su gran
melena rizada era incontrolable en las condiciones en que nos lavamos. Mi pelo,
por su parte, apenas crece, lo cual debería ser algo que me inquiete, pero la
verdad es que me viene bien. Así no molesta.
-Bien
–dijo Margot señalando a Félix, quien daba vueltas a mi alrededor cual
perrillo. Yo le sonreí y asentí.
-Don´t you want to wash yourself? –me
preguntó Ivette cuando se dio cuenta de que Margot estaba conmigo. Solo se
acerca cuando hay alguien más. No sé si me tiene miedo, asco o ambas, pero en
cualquier caso el sentimiento es mutuo.
Estoy
a punto de arder en llamas para decirle, de nuevo, que no sé inglés. No sé por
qué se empeña en hablarme en idiomas que desconozco, a sabiendas de que no los
estoy tratando de aprender. Aunque, al menos, ya ha desistido de hablarme en
francés. Paso a paso.
Cuando
se gira para señalarme el lago ante mi cara de no haber entendido ni media
palabra, me fijo en su espalda, casi enteramente desnuda a excepción de la tira
del sujetador.
-Tienes
la piel roja –le digo.
Frunció
el ceño sin entenderme y yo le señalé a ella y, después, mi propia espalda.
Ella giró la cabeza para echar un vistazo por encima de su hombro y se echó a
gritar cuando vio ronchas rojas cubriéndole el cuerpo.
Margot
se puso en pie como un resorte y examinó a su amiga, hablándole en francés en
lo que, intuí, fue un intento de tranquilizarla. Sayid, alarmado por los
gritos, se quedó de pie a pocos metros, simplemente observando la situación.
-Alergia
–me aclaró Margot aspirando la g como si fuese una h. Hizo gestos para hacerme
entender que no era nada grave.
A
día de hoy, no sé qué le pudo dar alergia en ese lago a la chica francesa. Solo
recuerdo la cara de consternación profunda de Ivette y mis terriblemente
fallidos esfuerzos de ocultar unas cuantas sonrisas.
-¿Qué
es eso? –pregunta Sayid señalando al frente.
Yo,
agachada para poder guardar el biberón vacío en la mochila, atrapo a Félix para
volver a envolverle en mis brazos y trato de enfocar la vista para ver a qué se
refiere.
Al
principio, solo oímos un lejano ruido como de motor. Pero no suena a coche, ni
siquiera a camión. Es algo diferente, más grande.
Una
mancha borrosa se va haciendo más nítida con una rapidez asombrosa. Presiono a
Félix contra mi cuerpo en señal protectora cuando me doy cuenta de qué es aquel
cachivache.
-No
me jodas –murmura Sayid, aunque consigo oírle. La misma frase cruzaba mi mente.
Un
tanque.
Un
tanque militar.
“Por
favor, Dios, esta broma ya no tiene gracia”.
Cuando está a pocos metros de nosotros, el
tanque frena. Probablemente alguno de nosotros deberíamos coger algo para poder
defendernos, pero no creo que un palo hiciese mucho contra esto.
Un
hombre, bastante joven, se baja del vehículo. Va vestido con un uniforme
militar color verdoso, gorro incluido. “Anda, va a juego con el tanque. Mira
qué bien”.
El
chico se quita las gafas de sol mostrándonos unos oscurísimos ojos azules. Las
francesas, Sayid y yo nos miramos simultáneamente mientras el militar nos
contempla con los brazos en jarra.
-Pues
ya estamos todos –suelto yo.
Capítulo
24. El británico (Sayid)
Nunca
nadie me había dado tan mala espina. Mi instinto me lleva a ponerme delante de
Ivette, como si pudiese ser un muro protector. Por algún motivo, siento que
debo ser yo el que trate con este nuevo individuo.
-Good morning, everyone. My name is Collin Matthews.
I belong to the british army. Who are you? –dice el militar.
-Hi –le respondo con desconfianza -. I´m Sayid. This is Ivette. She´s Margot,
and Ángela and Félix over there –nos presento a todos señalando a cada
persona conforme me refiero a ella.
El
militar nos observa a cada uno de nosotros, y siento cómo su mirada nos
analiza. Finalmente, asiente y vuelve a ponerse las gafas de sol. Señala el
tanque que se impone tras de sí como si se tratase de su coche del día a día.
-Want a ride? –pregunta. Dudo qué
responderle, pero lo que tengo claro es que no pienso subirme a esa cosa, y
menos con él conduciéndola.
-Tell us your story first –le pido. En
realidad, no tengo mucho interés en saber qué le ha pasado. Solo trato de ganar
tiempo hasta que se me ocurra algo mejor.
-All right. That seems fair –concede. Al
menos, no parece que vaya a poner demasiados problemas.
-How did you get here? To the shore, I mean,
from Great Britain –inquiero, algo curioso a mi pesar.
-I swam.
-You what? –Definitivamente, este tío nos
está vacilando. ¿Cómo pretende que creamos que ha conseguido llegar a nado
desde Gran Bretaña hasta la costa del continente?
Escucho
cómo Ivette le traduce al francés mi conversación con Collin a Margot. Recuerdo
que Ángela, en un segundo plano unos pasos tras de nosotros, no estará
entendiendo nada. Una punzada de culpabilidad me ataca el pecho, pero no es
momento de pensar en eso.
El
militar me cuenta que, en su ciudad de origen, Londres, hubo una especie de
huracán. Fue como una gran ventolera pero que, en lugar de aire, estaba hecha
de polvo. Me imagino que la gente se asfixiaría con ella, y que en el camino
alguien se quedaría ciego. Me estremezco al pensarlo, igual que me pasa con
cada nuevo fenómeno que descubrimos.
Collin
me explica que él se encontraba en el interior de un búnquer cuando ocurrió
todo aquello, y por eso sobrevivió. Me dice que fue una suerte, porque estaba
allí de pura casualidad, haciendo meras comprobaciones de que todo estuviese en
orden. Al parecer, sus compañeros le dieron órdenes desde el exterior para que
no saliese de allí. Cuando dejaron de contestar sus mensajes a través del
walkie-talkie, entendió que algo gordo estaba pasando. Como aquel búnquer
estaba equipado para una guerra, pudo mantenerse con vida una semana entera,
para asegurarse de que podía salir sin peligro. Al salir a la superficie, se
encontró con todos sus compañeros hechos cadáver.
Le
pregunto cómo es que nadie más sobrevivió. Si había gente en el interior de
edificios, y en sus propias casas, deberían haber podido esquivar el polvo sin
problema. Resulta que se trataba más bien de un tornado, y no quedó cristal de
ventana sin romper. Eso me recuerda a la ciudad de Félix, en la que incluso la
gente dentro de las casas había muerto. Cuando teorizo que, aunque estuviesen
las ventanas cerradas, el gas venenoso pudo entrar por las rendijas debajo de
las puertas y todos los huecos que pudiese haber, una punzada me dice que fue
alguien quien se encargó de que llegase el gas a todos los edificios que
hubiese en la ciudad. Elimino el pensamiento, porque ya tengo suficientes cosas
en las que pensar.
-Es
otro superviviente. Viene de Inglaterra –informo al grupo, aunque en realidad
sé que Ivette lo ha entendido todo y se lo ha contado a Margot. Sin embargo, no
estoy listo para enfrentarme a hablar frente a frente con Ángela, ni siquiera
en una situación como esta.
-¿Qué
hacemos? –inquiere Ivette con una pronunciación que me hace sentir orgulloso.
-Nos
ha ofrecido ir en el tanque. Así nos desplazaríamos con mayor rapidez.
Mi
grupo asiente conforme, aunque yo ando algo receloso de aquel tipo. No
obstante, no puedo negar que nos venga de lujo unas ruedas para avanzar.
El
tanque acaba resultando más cómodo de lo esperado. No se puede decir que sea
como un autobús, pero desde luego es mejor que ir a pie. Mis piernas iban a
romperse en cualquier momento.
-Me
están matando los pies –me quejo, quitándome los zapatos. Ivette me mira y
sonríe, aunque nunca tengo claro si me entiende cuando le hablo en español.
Collin
me pide que le cuente la historia de cada uno, y me paso la siguiente hora
poniéndole al día de todo lo ocurrido. Me guardo los detalles personales, como
las condiciones en las que encontré a Ángela la primera vez que nos vimos o el
tema de la pelea, pero sí que le informo con todo lujo de detalles sobre
cuestiones relacionadas con las muertes. La forma en la que encontrábamos los
cadáveres, como los charcos del centro comercial, lo ocurrido en cada una de
nuestras ciudades y algunos datos de ciudades concretas. El militar me escucha,
atento tanto a mí como a la conducción. Finalmente, termino todas las historias
y le permito hablar, a la espera de alguna teoría sobre lo que ocurre.
-Do you know what´s going on? –le pregunto.
Él niega con la cabeza.
-I don´t have the slightest idea.
-We have a theory. I think someone is
making all this shit happen. The question is, who and why –le
explico. Se me ocurre que él podría saber quién tiene interés en acabar con
medio mundo. Al fin y al cabo, las guerras también se mueven por intereses.
-I don´t know what to tell you
–responde él, sirviendo de cero ayuda.
Collin
me cuenta que siempre hay alguien amenazando con empezar una guerra, países
negociando entre ellos y dictadores que están fritos por lanzar alguna bomba.
Pero, a efectos reales, no se le ocurre quién podría querer eliminar a la
humanidad. O, hasta donde sabemos, Europa.
Descubrimos,
gracias a unos carteles supervivientes, que hemos llegado a Alemania. No me
puedo creer que hayamos cruzado Francia andando. Aunque, para ser honestos, el
tanque ha sido un gran empujón en nuestra travesía.
Nos
encontramos, para variar, en una explanada, así que nos disponemos a acampar en
el suelo aprovechando que hace buena noche. Y, si lloviese, podríamos
refugiarnos en el tanque, lo cual es algo que se agradece.
-I think they should sleep inside –me
dice Collin, señalando primero a Ángela y Félix y, después, nuestro medio de
transporte -. The kid is too little to
sleep outside. And his mum should be with him.
Trato
de no reírme cuando Collin asume que Ángela es la madre de Félix. Me he saltado
la parte de la historia en la que el bebé no es nuestro para no complicar las
cosas. Aun así, suponer que es su madre antes que su hermana es algo que no
había visto venir.
Collin
me mira confuso ante mis carcajadas. Yo le explico que no es su madre, y que de
hecho no podría serlo, al menos no la biológica. No tengo claro si estoy
invadiendo la privacidad de Ángela contándole a un desconocido que es
transexual, pero imagino que no es ningún secreto. Me arrepiento en el momento
en que reacciona.
-He´s a dude? –pregunta Collin,
extrañado.
-No. She is a girl –le corrijo haciendo
énfasis en el pronombre para que le quede bien claro.
Collin
suelta unos bufidos y comienza una perorata completamente tránsfoba en la que,
no solo niega que Ángela pueda ser mujer, sino que rechaza su persona en
general, como si le diese asco.
Yo,
por mi parte, no le permito seguir hablando.
Capítulo
25. Tolerancia (Ángela)
No
tenía planeado cuándo ni cómo romper el voto de silencio instalado entre Sayid
y yo, pero cuando le veo lanzar su puño hacia el rostro del militar acompañado
de un grito de rabia decido que es un buen momento para hacerlo.
-¿Qué
cojones, Sayid? –le grito, dirigiéndome hacia donde están ellos.
Veo
que Ivette y Margot están igual de horrorizadas que yo. El tío británico se
toca la mejilla con incredulidad, como si no creyese que ese chico flacucho
acabase de tocarle. Poco tarda en devolverle el golpe, y las francesas se ven
obligadas a interponerse entre ellos para que no acaben matándose.
Yo
tiro del brazo de Sayid para alejarle del británico, lo que no me cuesta nada
teniendo en cuenta su peso. Las francesas, por su parte, tienen más
dificultades para contener a Collin, pero entre ambas hacen un buen trabajo.
Agarro
la mano de mi hermano para que no se escape y tiro de él alejándole del lugar.
Oigo al militar soltando palabras en inglés que, apostaría lo que fuera, son
insultos. Sayid le mira con odio, pero no le responde. Noto que tiene ganas de
hacerlo, y probablemente se esté conteniendo por mí. No sé si debería
agradecérselo o sentirme ofendida, como si me tratase como una damisela en
apuros que no puede escuchar palabrotas. “Soy de todo menos eso, hermano”.
Decido pensar que se contiene para no disgustarme más. Porque estoy muy disgustada.
Mucho.
Nunca
había visto esta faceta suya, y nunca pensé que fuese a verla. ¿Sayid,
violento? No podría habérmelo imaginado.
-¿Me
puedes explicar qué ha sido eso? –inquiero intentando sonar firme y enfadada.
Sin embargo, suena a una súplica porque me tiembla la voz. “Tú no eres así,
Sayid. Por favor, dime que no eres así. No puedes serlo”.
Pero
no obtengo respuesta. Esquiva mi mirada, y no consigo dilucidar si es porque no
quiere contarme lo que ha ocurrido y si está enfadado conmigo aún.
-Lo
siento –le digo.
Sayid
se sorprende muchísimo ante mi disculpa.
-¿Tú
lo sientes? ¿Por qué?
-Entiendo
que estés enfadado conmigo. Pero no era mi intención ser una… gilipollas. Es
que, a veces, soy así. Tengo una actitud de mierda, y no sé cómo cambiarla. Y
me frustra, porque no me gusta nada –confieso.
-Lo
tengo que sentir yo por haberte llamado imbécil, Ángela. Lo siento muchísimo
–me dice sinceramente. Tengo que aguantar las lágrimas -. Estaba enfadado, y
frustrado con tu actitud.
-Yo
también, te lo juro. Pero no sé qué hacer para no ser así –sollozo.
-No
tienes por qué cambiar tu personalidad. La culpa es mía por querer que seas una
persona que no eres. Cuando la realidad es que eres perfecta tal que así.
–Sayid me acaricia la mejilla con su mano para dar énfasis a lo que dice. Para
que le crea. No lo hago. En su lugar, apoyo la cara en su mano y poso la mía
propia encima de sus dedos.
-No
lo soy. Tenías razón. No puedo seguir siendo tan negativa. Buscando enemigos
donde no los hay. No es sano. Sé que lo decías por mi bien. Los celos nunca se
justifican. Soy la primera que siempre lo dice, y después es lo primero que
hago.
Sayid
y yo nos damos un abrazo que deja la escena de Frozen en la que Anna se descongela por los suelos. Con tanto amor,
se me olvida qué estábamos haciendo allí.
-¿Me
vas a explicar ya qué ha pasado con Collin? –pregunto más calmada, retirando
lágrimas de mis mejillas.
-No
puedo –murmura en tono sombrío.
-Soy
tu alma hermana. Me lo puedes contar todo.
-Esto
no.
-¿Por
qué no?
-Porque
es sobre ti.
Me
quedo helada por un momento. ¿Sobre mí? ¿Qué hacían hablando sobre mí? Ni
siquiera he llegado a cruzar palabra con el británico.
-Quiero
saberlo –insisto.
Sayid
me mira, y escucho la pregunta que se hace en su cabeza. “¿Puede soportarlo?”.
Creo que me conoce lo suficiente para saber la respuesta.
-Simplemente
ha empezado a soltar comentarios… tránsfobos.
-Ah.
Me lo imaginaba –digo restándole importancia.
-¿Te
lo imaginabas? –pregunta, sorprendido.
-Claro.
A ver, no es por ser prejuiciosa, pero los militares no son muy progresistas en
general. Al menos, los de España no. No me imaginaba que fuera diferente en
otro sitio. Ya me extraña que no haya sido racista contigo… -aclaro. Sayid me
escucha atentamente -. Además, tarde o temprano íbamos a encontrar a alguien
que me fuese a discriminar. También me esperaba que fuera homófobo contigo. Es
mejor asumir que no le vamos a agradar a todo el mundo –añado encogiéndome de
hombros.
-¿Por
eso no querías encontrar a más gente? ¿Por eso sientes tanta desconfianza hacia
Ivette y Margot?
-Bueno,
no conscientemente. Pero, sí, supongo que en gran parte le tengo miedo a la
gente nueva por lo que pueda pensar de mí. En realidad, no pensar, porque me da
un poco igual lo que la gente piense de mí, pero sí soy un poco temerosa
respecto a lo que puedan hacer.
-¿Alguna
vez…? –Sayid deja la pregunta a mitad, pero sé a qué se refiere. Yo asiento.
-Una
vez. Mi aspecto físico distaba mucho de ser femenino aún, pero yo me vestía
igualmente con faldas.
-No
te imagino con falda –bromea para quitar hierro al asunto. Yo me río.
-Sí,
bueno, no son mi estilo. Pero, al principio, era la manera de decirle a todos
lo que soy. Como si tuviera algo que demostrar, ¿sabes? “Eh, mirad, llevo una
falda. ¿Os creéis ya que soy mujer?”.
Sayid
asiente. Sé que puede comprenderme a la perfección.
-Sé
que no es lo mismo, pero te entiendo porque he hecho cosas similares. Más de
una vez me he hecho el machote para desmontar el mito de que los gays somos
afeminados –me cuenta poniendo los ojos en blanco con exasperación -. Perdona,
sigue.
-El
caso es que un grupo de tíos empezaron a meterse conmigo. Iba por la calle,
acababa de salir de mi casa, pero me tuve que volver corriendo porque no se
limitaron a las palabras.
-¿Te
pegaron? –pregunta, inquieto.
-Me
arrancaron la falda –digo sin poder evitar que una lágrima recorra mi rostro.
Una lágrima, no de tristeza, sino de frustración. De ira -. Tuve que volver
sobre mis pasos en calzoncillos a toda velocidad.
Nos
quedamos en silencio digiriendo la historia. Incluso yo, que ya la sabía, me
quedo pensativa durante un momento. Ese acontecimiento me parece tan lejano, y
al mismo tiempo tan reciente. Porque está pasando otra vez lo mismo. Siempre la
misma historia. Siempre gente intolerante, incluso después de una serie de
catástrofes que ha acabado con la mitad de la humanidad, me topo con gente que
me rechaza.
-Supongo
que yo he tenido más suerte. No he vivido ningún delito de odio por mi
homosexualidad.
-No
creo que podamos llamar suerte a que nadie te agreda. Deberíamos llamarlo lo
que debería ser, lo normal.
Capítulo
26. Guerra fría (Sayid)
Ni
que decir tiene que nuestra relación con el militar se ha convertido en mantener
las máximas distancias en la medida de lo posible. No ha vuelto a hacer más
comentarios al respecto, pero sus miradas lo dicen todo.
Ivette
me preguntó qué ocurrió para que acabáramos a puñetazos y, contra todo
pronóstico, Ángela me dio permiso para contarlo. Es más, me alentó a hacerlo.
Supongo que su desagrado por las francesas ha disminuido considerablemente al
compararlo con el que sentimos por Collin. Es momento de hacer piña.
Margot
nos estuvo contando anécdotas personales sobre lo que le ha supuesto ser negra.
Ivette, sintiéndose en una posición privilegiada en contraposición nuestra,
recordó que es mujer y que también ha vivido momentos discriminatorios, que
estuvo rememorando y comentando como si fuera lo más normal del mundo. Ángela y
Margot se sumaron a esas experiencias contando las suyas propias.
Es
increíble que, de cinco personas, solo una no haya sentido jamás la
discriminación. Solo una es privilegiada.
Y,
claro, es dicha persona quien nos discrimina.
-Qué
suerte tienes, Félix –le dice Ángela al bebé que llevo en brazos -. Hombre
cishetero blanco.
-¿Estás
asumiendo su género y su orientación sexual? –pretendo ofenderme.
-Eh,
oye, no lo invites al lado oscuro, o irá al infierno –bromea ella.
-Pues
así estará con nosotros, al menos –me encojo yo de hombros.
A
pesar de que no me encanta viajar subido en un tanque, y menos teniendo en
cuenta quién lo conduce, no puedo negar la comodidad que supone. Llegué a tener
ampollas en los pies, durezas, heridas y todo lo que puedo tener, a pesar de
llevar los zapatos más cómodos que he tenido nunca. Los cogí en uno de los
supermercados específicamente para que fueran blandos por dentro y duros por
fuera. Estuvo a punto de darme un infarto cuando vi lo que costaban, y al mismo
tiempo respiré aliviado pensando en que no tenía que pagarlos. Aunque el precio
representaba la calidad, caminar durante más de doce horas diarias echa por
tierra las ventajas del calzado.
-¿Por
qué paramos? –pregunta Ángela ante el frenazo en seco que acabamos de notar.
Salimos
del tanque para preguntarle a Collin qué ocurre, pero no hace falta
comunicarnos con él. Lo podemos comprobar sin problema por nosotros mismos.
-Bloody hell… –susurra él, asomándose al
gran barranco que se expande ante nosotros.
-¿Qué
ha pasado para que esto haya acabado así? –pregunto en un suspiro.
-¿Soy
yo que me lo parece, o aquí antes había una ciudad? –inquiere Ángela. Su tono
de voz delata el miedo que está sintiendo. El miedo que sentimos todos.
-Ciudad.
Hundida –dice Ivette señalando el gran agujero que cae ante nuestros pies.
-¿Cómo
vamos a cruzar esto?
-This has to end somewhere –comenta
Collin, cruzado de brazos -. We could
ride along the edge, and see where it ends.
-That would take too long –le
respondo en un tono frío.
-¿Qué
ha dicho? –me susurra Ángela.
-Que
recorramos el borde hasta que acabe.
-¿Y
si no acaba?
-Tiene
que acabar, ¿no? –asumo incluso habiendo rechazado la idea.
-No
sabemos en qué ciudad estamos. Podrían ser kilómetros y kilómetros. El tanque
no es precisamente un coche de fórmula 1. Tardaríamos muchísimo.
Yo
asiento, ante la lógica de lo que comenta Ángela. Es prácticamente lo que le he
dicho yo al militar. Sin embargo, no me gusta la alternativa.
-Tenemos
que cruzarlo –dice, decidida.
Cuando
le expongo la idea al resto del grupo, las francesas parecen de acuerdo con
nosotros. Aunque se muestran asustadas ante la perspectiva de nuestro plan,
creo que al ver que nosotros también tenemos miedo, pero estamos decididos a
hacerlo, les hace decidir qué es lo que debemos hacer. Por supuesto, con Collin
me tengo que pelear.
A
pesar de que argumenta continuamente que nos va a resultar imposible cruzarlo y
es más seguro bordearlo, me da que lo que no quiere es dejar su querido tanque.
Al final, acabo diciéndole que, si quiere bordear el barranco, adelante. No sé
por qué tenemos que seguir siendo un grupo, teniendo en cuenta la guerra fría
que se ha instalado por su culpa.
-Fuck off –suelta, ofuscado, y me da la
espalda dirigiéndose al tanque. Sin embargo, no comienza a conducirlo. Se
sienta encima, cual capó de coche, y nos mira como si fuese un niño pequeño al
que le hemos denegado comprarle el caramelo que se le antoja. No sé cómo, pero
tengo la certeza de que no va a marcharse solo, y va a acabar siguiéndonos.
-¿Ves
eso de ahí? –me señala Ángela un saliente en la pared del barranco -. Ese es
nuestro primer punto de apoyo al que debemos llegar. Será mejor ir paso a paso
y no pensar en todo el camino que nos queda –explica.
-De
todas formas, no es tan profundo.
-No,
en realidad no. Pero sí es muy pronunciado. Aunque no nos matemos si nos
caemos, no nos va a venir muy bien herirnos, y nos podemos hacer mucho daño
–dice asomándose al borde para observar el suelo tan irregular. Es
prácticamente una montaña de escombros.
Giro
mi cabeza para comprobar el estado en que se encuentran las francesas, y puedo
incluso oler la inseguridad que sienten. Le sonrío cálidamente a Ivette para
tranquilizarla, pero lo único que recibo es una forzada sonrisa temerosa. “Lo
siento, chicas, pero es lo que hay”.
-Dame,
yo llevo a Félix –dice Ángela abrochándose la mochila de bebé a la espalda.
-¿Segura?
-Segurísima.
No
le discuto la idea porque, para ser sinceros, yo tengo bastantes más
probabilidades de caerme que ella. Ángela tiene tanto más fuerza como agilidad
que yo.
-¿Has
hecho escalada alguna vez? –le pregunto.
-Alguna
vez –me contesta dándose la vuelta para que meta al niño en la mochila. Ella se
la ajusta para que Félix esté lo más adherido a su cuerpo que pueda -. Pero con
arnés. Y en un local de escalada. Nunca en montañas reales. ¿Y tú?
-¿Me
ves con cara de haber hecho cualquier cosa que tenga que ver con el deporte?
–inquiero, escéptico. Ella se ríe, y me contagia las breves carcajadas, que
producen un efecto relajante inmediato.
Acaba
resultando que Margot sí que sabe escalar, aunque reconoce que nunca ha bajado
un barranco provocado por el hundimiento de una ciudad. “Hay una primera vez
para todo, supongo”. Así que ella lidera la marcha, seguida de Ángela, de mí
mismo y, por último, Ivette.
Me
siento en el borde mientras Margot y Ángela comienzan la bajada. Tengo el
corazón en la garganta. No sé qué haríamos si alguien se cae. No sé qué haría
yo si mi hermana se cae, con mi bebé a cuestas, además.
Veo
que Collin se acerca al borde, algo alejado de nosotros, y observa a las
mujeres bajar. Su cara es de desconfianza, pero noto un tinte de asombro. Le ha
impresionado nuestra valentía. “Conque a la guerra vas, pero te da rabia que la
chica transexual con la que te has metido pueda bajar un barranco con un crío a
cuestas y tú te acobardes”, me río de él internamente. Me sorprende la maldad
que he desarrollado, pero sería hipócrita decir que me moleste.
-You can go now –me dice Ivette señalando
hacia abajo. Compruebo que la mitad del grupo ha bajado lo suficiente y puedo
comenzar yo mi descenso.
Estoy
con el brazo derecho completamente apoyado en el borde, mientras que con la
punta del pie izquierdo busco un saliente en el que apoyarme. La voz de Ángela
hace que esté a punto de perder el equilibrio y caerme. Consigo estabilizarme
de casualidad y trato de no mirar hacia abajo, pero acabo haciéndolo ante los
gritos de mi hermana.
-¡Margot!
–berrea, desesperada.
La
mujer francesa cuelga de un saliente con una sola mano apoyada en él. Margot se
impulsa hacia arriba en el intento de tener ambas manos a salvo para poder
subir, pero su intento es inútil. Sudores fríos caen por mi frente cuando me
doy cuenta del temblor que se apodera de su brazo y único apoyo.
Ángela
continúa gritando su nombre mientras hace contorsionismo para poder cogerle la
mano. Margot tiene su mano cerca del pie de mi hermana, pero lo suficiente
lejos como para que no llegue a agarrarla, puesto que está algo más abajo. Si
Ángela tuviese una mayor superficie en la que estar en pie podría conseguir
llegar hasta la francesa, pero sus talones están más en el aire que en el
saliente, y su único agarre es confiar en que sus dedos se aferren a los
pequeños picos que enmarcan la pared del barranco cual gotelé.
-Ten
cuidado –le suplico cuando empieza a apoyarse en un solo pie para poder
agacharse lo suficiente y, así, coger con su mano la de Margot.
Le
rezo mentalmente a Félix que no se le ocurra mover ni un solo músculo, porque
si se le ocurriese inclinarse hacia su izquierda, acabarían cayendo en picado.
Me sorprende la fuerza de la pierna de Ángela, la única apoyada. La otra se
eleva hacia atrás. Entiendo que la está utilizando como balanza para que le de
equilibrio, pero yo solo puedo ver que solo hay un pie suyo en el suelo.
No
consigo divisar la mano que tiene apoyada en la pared, pero adivino que no
estará completamente aferrada. Probablemente tendrá los dedos en garra,
sujetándose de la nada.
Se
me para el corazón cuando veo que su mano está a punto de rozar la de Margot,
pero su cuerpo cada vez está más peligrosamente inclinado. No puedo seguir
mirando y acabo cerrando los ojos, girando mi cabeza hacia la pared. Me siento
un cobarde, teniendo en cuenta que Ángela, Félix y Margot están arriesgando su
vida mientras yo aparto la vista como si fuese un niño pequeño viendo una
película de miedo.
Pero
esto no es ninguna película.
Esto
está pasando.
Entreabro
uno de mis ojos para comprobar el estado de la situación, y se me ilumina la
cara cuando veo que la mano de Ángela ha conseguido agarrar a Margot por la
muñeca. Ahora sí que me sorprende su fuerza puesto que sube el cuerpo entero de
la mujer francesa con un solo brazo.
Ambas
se estabilizan en sus respectivos puntos de apoyo en cuanto Margot está a
salvo. Yo suspiro, aliviado, aún con miedo en el cuerpo. Pero no puedo permitir
a mi cuerpo que comience a temblar, puesto que yo también estoy en la cornisa
de la muerte.
Le
sonrío a Ivette, que está más blanca que las nubes que pasan por encima de su
cabeza. Si yo me he asustado, no me quiero imaginar lo que habrá sido para ella
haber visto a su amiga pendiendo de un hilo tan sumamente fino.
-¿Estás
bien? –escucho la voz agitada de Ángela. Margot asiente enérgicamente.
-Gracias
–consigue articular con su acento francés.
No puedo evitar mirar a Collin, cuya expresión de admiración y sorpresa se ha multiplicado por mil. “A ver si tú tienes los cojones de hacer eso, puto tránsfobo”.
Capítulo
27. Confianza (Ángela)
No entendí por qué ese chico estaba siendo tan
amable conmigo. ¿Qué ganaba sumándose la carga de llevarme consigo? ¿Para qué
quería que fuésemos juntos?
-Ir,
¿dónde? –pregunté, desconfiada. No tenía ni la más mínima intención de moverme
de allí. Estaba en mi gimnasio, en mi pueblo. Era lo más parecido a estar en
casa.
-A
buscar. Más gente, más comida. Y respuestas. Sobretodo buscar respuestas –me
explicó.
Yo
le miré, insegura, porque a pesar de que apenas le conocía no quería darle la
mala noticia. Sin embargo, Sayid continuaba con sus ojos puestos en los míos,
expectante, esperando mi respuesta.
-Yo
no quiero marcharme.
El
chico moreno perdió la sonrisa al instante. Sus ojos me miraban confusos. “¿Por
qué me haces esto, chica desconocida? ¿Por qué me quieres dejar solo?”.
“Porque
estarás mejor solo que conmigo”, pensaba yo.
-¿Por
qué no? –su pregunta sonaba más bien a una súplica, pero denotaba un deje de
sincera curiosidad.
Yo
me encogí de hombros, a sabiendas de que no iba a poder dejarle así, sin una respuesta.
A sabiendas de que él no iba a dejarlo así.
-Porque
aquí estoy bien.
-¿Y
qué harás cuando se te acabe la comida?
-Morirme
–dije volviendo a encogerme de hombros. Pude percibir el horror que sentía
Sayid.
-No
puedes morirte.
-¿Por
qué no? No queda nada para lo que vivir.
-Vive
por mí.
-Ni
siquiera te conozco.
-No
todavía, pero podrías conocerme. Podría ser tu nuevo hermano pequeño.
Yo
le miré con los ojos muy abiertos. Me dio un poco de vergüenza que hubiese
escuchado ese comentario, pero había llegado a un punto que me daba un poco
igual. Sin embargo, la sonrisa de Sayid me daba seguridad. Me calmaba. “No lo
conoces, Ángela”, sonó una voz en mi cabeza, pero no le hice caso.
-Confía
en mí. Sé lo que hago.
Pero
no lo sabía. Yo tenía la certeza de que no tenía ningún plan, ni idea de lo que
íbamos a encontrarnos. Él también era consciente de ello, pero tenía que
mantenerme con vida a toda costa. Nunca entendí por qué. Supongo que es el
instinto de Sayid de salvar a todo el mundo, igual que más tarde hizo con
Félix. Pero, en ese momento, solo me pareció un chico desesperado que no quería
quedarse solo en el fin del mundo. No tuve el corazón de decirle que no y
decidí dar un salto de fe ciega.
-Vale.
Confío en ti –accedí, aún algo insegura.
Sayid esbozó una amplia sonrisa que le hizo brillar las pupilas. No sé cómo, mi rostro copió su expresión y me sorprendí elevando la comisura de mis labios.
Capítulo 28. Te odio
(Sayid)
Al final, Collin decidió
seguirnos. No me sorprendió en absoluto. No se puede ser tan cabezota en esta
situación. Lo peor que podríamos hacer ahora es dividirnos, por mucho que
quisiese yo perderle de vista.
No medió palabra con
ninguno de nosotros. Cuando nuestros pies tocaron tierra firme (lo firme que
puede ser la montaña de escombros en que se convirtió esta ciudad), comenzamos
a abrazarnos los unos a los otros como si no nos hubiésemos visto en años.
O como si acabásemos de
jugarnos la vida.
-Me tiemblan las piernas –me
dijo Ángela. Yo no aguanté más y me eché a llorar. Ella abrió mucho los ojos,
aunque no consigo saber por qué le sorprendió tanto mi reacción.
-Creí que te caías
–sollocé. Mi hermana hizo un puchero y se lanzó a mi cuello. Yo traté de
controlar la fuerza del abrazo para no apretar a Félix, pero me costó.
-No te habría dejado
solo. Ya lo sabes –me aseguró con ambas manos en mi rostro, retirando mis
lágrimas con la yema de sus dedos. Era un esfuerzo inútil, puesto que no
cesaban.
-¿Me dejas coger a Félix?
También me he asustado por él, y te vendrá bien descansar de su peso.
Ángela asintió,
agradecida, y me tendió al bebé. Éste no parecía que se hubiese dado mucha
cuenta de que acababa de arriesgar su vida. Sin embargo, cuando le abracé,
sentí que él también me abrazaba con alivio.
-Ya ha pasado todo.
Estamos bien –le aseguré al pequeño en un susurro paternal.
Collin, por su parte, se
quedó observando la situación. Ninguno de nosotros tenía intención de ir a
felicitarle nada, excepto Ivette, que hizo un amago de abrazarle. Él, sin
embargo, denegó su intento y se limitó a estrecharle la mano. Yo puse los ojos
en blanco ante la cabezonería del militar, aunque me hizo algo de gracia.
-Aquí no hay
absolutamente nada –le digo a Félix mientras camino sobre ladrillos rotos y
polvo.
Me duelen las piernas a
rabiar del esfuerzo que hemos hecho al bajar el barranco. Sinceramente, no sé
cómo lo he conseguido. Supongo que la adrenalina del momento ha instado a mis
músculos a funcionar por primera vez en la vida. Sin embargo, una vez abajo, he
notado la cantidad de energía que me ha supuesto. Estoy exhausto, pero no
podemos permitirnos parar. No aquí.
Evidentemente, no hay
ningún supermercado en pie, ni nada parecido a comida. Por no hablar de que,
cuando caiga la noche, va a ser sumamente incómodo dormir en este suelo, si
puede llamarse así. Hemos acostumbrado a nuestras espaldas a dormir sobre el
frío suelo, el irregular asfalto y en tierra húmeda. No obstante, esto es arena
de otro costal. Una cosa es una superficie dura, y otra muy distinta es una que
pinche, corte y pueda incluso llegar a herirnos.
Por ello, decidimos
continuar caminando de noche. Es la primera vez que lo hacemos, porque no hay
que decir lo peligroso que es ir a oscuras en un sitio inhóspito y desconocido.
Pero no tenemos más remedio. Sabemos que, cuando lleguemos al final de la
ciudad, nos va a costar la vida misma llegar al otro lado con todo el cansancio
acumulado, pero preferimos eso a quedarnos sin provisiones.
A decir verdad, no nos
hemos planteado cómo vamos a salir de este agujero. Bajar el barranco ha sido
tremendamente duro. Subirlo se me antoja imposible. Hemos decidido ir paso a
paso, y no preocuparnos por lo que se venga; centrarnos en lo que hay ahora. No
me parece la mejor de las ideas, pero no tengo fuerzas para discutir.
-Can we talk? –me pregunta Collin. Su voz me suena aún más irritante
ahora que apenas puedo verle, porque me pilla de sorpresa.
-Sure –contesto, aunque no tengo ningunas ganas de hablar con él.
Honestamente, estoy bastante aburrido, y una conversación puede distraerme del
cansancio.
Collin empieza a divagar
sobre esto y aquello. No tengo ni idea de a dónde quiere llegar con esta
perorata. Me sorprende cuando admite que ha sido un buen plan bajar el barranco
en vez de bordear la ciudad. No obstante, una vez dicho eso, comienza a
explicar por qué su idea no era mala, quejándose de haber tenido que dejar su
querido tanque atrás.
Estoy a punto de mandarle
a freír espárragos cuando empieza a hablar de Ángela. Pongo todos mis
mecanismos de ataque en alerta por si tengo que meterme en otra pelea con él.
Trato de calmarme puesto que no sería conveniente liarnos a puñetazos en mitad
de la noche. A parte, este sitio es bastante peligroso. Si alguno se cayese al
suelo, probablemente acabaría con una herida para la que no tenemos medios de
cura.
Contra todo pronóstico,
Collin no habla mal de ella. En su lugar, me cuenta que le resulta difícil
asimilar que se identifique como mujer. Al parecer, él viene de una familia muy
conservadora y no comprende que una persona cambie de género así como así. Yo
intento explicarle que no es por capricho, sino que ella en realidad siempre ha
sido chica, pero que ha nacido en un cuerpo considerado masculino. Que, a fin
de cuentas, el género es una construcción social basada en nuestros genitales.
Aun sin luz para ver su expresión, sé que está frunciendo el ceño como un niño
tratando de entender un problema de matemáticas. Se limita a escucharme
atentamente, aunque no sé hasta qué punto voy a cambiar en algo su ideología.
En cualquier caso, al menos le estoy informando de ello.
Cuando parecía que podía
mantener una conversación decente con él, y que puede que no sea tan malo como
pensaba que era, me suelta que es una pena que Ángela no sea “realmente” una
chica, porque si lo fuese podría ligársela. Yo no sé por dónde empezar, si
aclarar que lo es realmente, sin las comillas, o si no podría ligar con ella
por muchos otros motivos. En su lugar, paro en el sitio y le miro a los ojos en
la medida que me permite la penumbra.
-Te odio –le suelto
escuetamente sin molestarme en traducirlo.
Unos leves rayos de luz
me acarician el rostro. Hace un rato que le he pasado el relevo a Ángela de
llevar a Félix. Mentiría si dijera que no se nota la diferencia entre llevar un
bebé a cuestas e ir sin él, pero estoy agotado igualmente.
-Está amaneciendo
–comenta Ivette.
-No me puedo creer que
llevemos toda la noche sin parar de caminar.
-Me muero de hambre –dice
con un acento muy gracioso. Me mira para que apruebe si es correcta esa
expresión, y yo asiento sonriente -. Debemos parar para… eh… desayunar –añade,
dudando en algunas palabras.
Es increíble lo rápido
que se puede aprender un idioma cuando no tienes otra cosa mejor que hacer. La
mayoría del tiempo hablamos español porque yo he resultado ser un inepto con el
francés. He conseguido formar algunas frases, y mi vocabulario se amplía
conforme pasan las semanas, pero mi pronunciación es terrible. Ivette, por su
parte, sería digna de un b1 de español, e incluso me atrevería a decir b2.
Margot, aunque más despacio, también hace progresos en el idioma.
Ángela, por otra parte,
no ha querido que le enseñe ni media palabra, ni de inglés ni de francés. Aún
no entiendo por qué tiene esta animadversión con los idiomas, pero me da un
poco de reparo preguntarle. Ahora que nos llevamos bien, no quiero comenzar
otra pelea.
-Necesito parar y comer
algo –anuncia ella, sentándose como puede en un hueco de suelo sin escombros
punzantes.
-Yo también –se suma
Margot sentándose sobre su mochila. El resto copiamos su idea para no
destrozarnos el culo.
-How the hell are we going to climb that? –pregunta Collin señalando
la pared que se yergue ante nosotros. Solo nos faltan unos pocos metros para
llegar.
La pregunta que me ha
rondado la cabeza desde que divisé el final de la ciudad. A decir verdad, tenía
que ser un sitio pequeño si en menos de un día hemos podido atravesarlo entero.
Quizás era un pueblo. No sé si seguimos en Alemania, porque al habernos
desplazado en el tanque he perdido la cuenta de los kilómetros que hacemos.
Aunque antes tampoco los tenía demasiado claros.
-¿Escalar? –propone
Margot.
-Como nos ha ido tan bien
la bajada… -murmura Ángela.
-Yo no me veo capaz de
subir eso, sinceramente. Pero no creo que tengamos otra opción –digo
encogiéndome de hombros. Me aterra pensar en enfrentarnos otra vez a la muerte
como le pasó a Margot en la bajada.
-Podemos hacer una
escalera –propone Ángela -. Si vamos juntando todos los trozos de escombros que
hay, a lo mejor conseguimos llegar hasta arriba.
-¿Como si fuera una
especie de pirámide? –inquiero, analizando la idea.
-Algo así –asiente ella-.
Hay muchos pedazos enormes, paredes casi enteras. Vamos a tardar una eternidad,
pero lo veo más seguro y más fácil que escalar.
Parece que todos estamos
de acuerdo con la idea, aunque, por la expresión facial de Collin, compruebo
que no ha entendido nada. Es tan orgulloso que no se molesta en preguntar de
qué hablamos. Yo, desde luego, no se lo voy a explicar.
-Me queda muy poca comida.
Y menos agua todavía. ¿Qué vamos a hacer si cuando subamos hay más explanada?
–me susurra Ángela, inquieta.
-No lo sé –le devuelvo el
susurro dándole un minúsculo mordisco a una galleta, como si la estuviese
racionando. Está completamente manía, pero me sabe a gloria -. Aguantarnos,
supongo.
Acordamos hacer turnos de
descanso para la construcción de la escalera. De ese modo, no tendremos que
cargar con Félix mientras tanto, lo que supondría un gran retraso y agotamiento
para la persona que lo llevase.
-Me siento una egipcia
construyendo las pirámides –comenta Ángela transportando un gran pedazo de lo
que, intuyo, fue la pared de una casa.
-Dicen que fueron los
extraterrestres los que las hicieron –digo luchando contra el montón de
ladrillos que trato de transportar.
-No me digas que eres tan
ingenuo para creerte eso.
-Todo es posible.
-¿En serio? ¿Te crees las
teorías paranoicas? No te imaginaba siendo de ese tipo de personas…
-No seas tan cínica.
-No lo soy. Soy
escéptica. Y también tengo sentido común… -añade murmurando.
-Te he oído.
-Me da igual –dice
sacándome la lengua, a modo de burla.
Escuchar a Félix balbuciendo
sílabas inconexas es lo que me da energías para continuar el trabajo, porque es
digno de considerarse explotación laboral. Encima, sin apenas tener
provisiones, las energías cada vez van a menos.
-Estoy harta y todavía
queda un montón –se queja Ángela, mirando hacia arriba haciéndose una visera
con las manos.
Yo copio su gesto para
comprobar cuánto nos queda. Es verdad que tenemos muchos metros en vertical
ante nosotros, pero al mirar hacia abajo también se ven a Margot, que le toca
descanso, y a Félix muy pequeños.
-Pero hemos avanzado
mucho –trato de animarla. Ella no aparta la vista de la cima -. Deja de mirar
hacia arriba. Te vas a deprimir si solo piensas en lo que nos queda. Concéntrate
en lo que llevamos. Venga, vamos a seguir. Cuanto más paremos más vamos a
tardar.
-No es eso –dice Ángela
-. Allí hay alguien –añade señalando hacia donde mira.
-¿Qué dices?
Doblo el cuello para ver
lo que ella mira. No puedo estar más sorprendido cuando compruebo que,
efectivamente, se puede distinguir la figura de una persona, lejana, que nos
observa. Allí hay alguien.
Capítulo 29. La cima (Ángela)
No sé cuánto tardamos en
construir nuestra salida del barranco, pero se hace eterno. Teniendo en cuenta
que solo se nos hace de noche una vez, calculo que menos de cuarenta y ocho
horas, pero se sienten mil. Me duelen los brazos, las piernas, los glúteos y el
alma en general. Y yo me quejaba de no estar haciendo ejercicio. Pues toma
ejercicio.
Mi consuelo es que sé que
a Sayid le está costando tres veces más que a mí. Se nota que no ha levantado
una pesa en su vida, porque cuando coge un pedazo más grande de la cuenta tengo
que correr a socorrerle antes de que se caiga de culo.
Me atrevería a decir que
Margot tiene más fuerza que yo, pero se nota que no es tan joven como los demás
y se queda sin respiración rápidamente. Además, ha empezado a sufrir problemas
de espalda, aunque trate de ocultarlo siempre que puede. Ya se sabe lo que
dicen, los doctores son los peores enfermos. Así que la obligamos a ser quien
hace los descansos más largos y más seguidos. Ella se queja, pero siempre
argumentamos que no servirá de nada que se lesione, que al final acabará retrasándonos.
Y, además, alguien tiene que cuidar a Félix.
Y hemos decidido que
Collin no haga descansos, porque nadie se fía de que se quede con el bebé.
El militar nos hace avanzar
bastante rápido. Sumando todo el duro entrenamiento que ha recibido a lo largo
de su vida con el hecho de que la mayoría de su camino tras el desastre ha sido
en tanque, y por lo tanto está más descansado, hace que sea el que va más a
prisa. También sospecho que quiere demostrar algo continuamente. Que es útil al
grupo, supongo. “Enhorabuena, Collin, por ahora lo eres. Pero sigues siendo un
estúpido”.
Ivette, por su parte, me
pone un poco nerviosa. Ya no le tengo celos ni desconfianza. Aunque sin saber por
qué hay algo en ella que no me termina de convencer, he comprendido que no me
puedo dejar llevar por esos sentimientos absurdos, porque no ayudan nada. Pero
su lentitud está pudiendo conmigo. En lo que los demás ponemos tres trozos que
actúen de escalón, ella pone uno, aparentando que es el mayor esfuerzo de su
vida, y se para a descansar. No sé cuántas veces le he dicho que no podemos
permitirnos tantos descansos, que no nos quedan provisiones para tirarnos aquí
más tiempo del necesario, pero ella ni caso.
-Yo soy muy delgada –se
excusa -. No tengo tanta fuerza como tú. Por eso voy más lenta –añade con una
angelical sonrisa que me tensa todos los músculos.
-Sayid es igual que tú y
no va tan despacio –le reprocho, ante una mirada algo ofendida de mi hermano.
-Pero él es hombre. Tiene
más fuerza.
Ante esos comentarios, me
obligo a callarme. Yo, y la mano de Sayid posándose sobre mi hombro para
hacerme saber que no debería meterme en más fregados, y menos con ella.
Los últimos escalones se
colocan cuando a mí me toca el descanso. No le estoy haciendo ningún caso al
bebé que tengo en mi regazo, porque no puedo apartar la vista de mis
compañeros. Se les ve tan pequeños, tan lejanos. No me puedo creer que lo
hayamos conseguido. En cuestión de unos pocos días, siendo cinco personas
trabajando y estando escasos de comida y bebida, hemos completado una escalera
infinita formada por escombros. Es bastante impresionante.
Por eso, cuando el resto
del grupo llega a mi lado y, juntos esta vez, miramos hacia arriba para
comprobar que los pedazos de escombros llegan casi hasta la cima, estoy a punto
de llorar. Se nota que nos sentimos muy orgullosos de nuestro esfuerzo, porque
contemplamos nuestro trabajo como si fuese una obra arquitectónica. “El Empire
State no es, pero me gustaría haber visto a esos obreros llevándolo todo a
cuestas, sin una mísera grúa”.
-Que cada uno coja algo
que sirva de escalón y los ponemos cuando estemos arriba. Así no tendremos que
llegar a la cima y volver a bajar a por todas las cosas –anuncio.
-Lleva tú a Félix, Margot
–le dice Sayid a la mujer francesa. Ésta asiente, ya sin protestar.
-Esto va a ser gracioso
con las mochilas a la espalda –comento asiendo la mía. Está peligrosamente
vacía.
-Parece que hemos muerto
y vamos hacia la luz –bromea Sayid pisando el primer escalón -. A lo mejor es
así y no lo sabemos.
Elijo un trozo de pared
al azar. Ya no quedan muchos pedazos grandes, así que veo que Ivette tiene que
llevar en brazos varios pequeños. Me sorprende que Collin haya comprendido lo
que estamos haciendo teniendo en cuenta que nadie se lo ha traducido. Supongo
que se limita a imitar nuestros comportamientos. O que, secretamente, sabe
español y no nos lo ha dicho. Lo vería capaz de ello, sinceramente.
-¿Esto es hacer
sentadillas? –pregunta Sayid con la respiración algo alterada. No puedo
contener una carcajada, porque hemos subido unos pocos metros y ya está sin
respiración.
-Y con pesas. Pero no
creo que sean cuarenta kilos.
-Pues lo parecen.
Se me antoja sumamente
ajena esa conversación que tuvimos, como si hubiera pasado años. A juzgar por
el crecimiento de Félix, solo han sido unos pocos meses, pero se sienten
décadas.
-¿Sigue esa mujer ahí?
–inquiero, algo inquieta.
-Yo no la veo –contesta Sayid.
-¿Qué mujer? –curiosea
Ivette. “Para qué habrás aprendido español”, me desespero.
-Vimos una figura en la
cima hace unas horas.
-Creemos que hay una
mujer ahí arriba –añado cabeceando para señalar con la cabeza el otro lado del
barranco.
-No estamos completamente
seguros de que lo sea –corrige Sayid.
-¿Está esperando a
nosotros?
-Supongo que, si nos ha
visto, le habremos creado curiosidad –respondo.
-¿Y si es peligrosa?
–pregunta la chica algo alterada.
-Aún no sabemos si Collin
es peligroso, o si vosotras lo sois. Y aquí estamos –digo encogiéndome de
hombros. Ivette me mira algo temerosa, y me da un poco de pena -. Pero no creo
que lo sea. Además, nosotros somos más. La superamos en fuerza.
Un amago de sonrisa asoma
a mis labios. No sé quién está más sorprendida, Ivette, Sayid o yo.
Probablemente yo. Pero me da que mi gesto consigue tranquilizar en parte a la
francesa.
-Tú siendo amable con
Ivette –me susurra Sayid, sorprendido -. Eso sí que es peligroso.
Le empujo levemente con
el hombro, porque si usara mis fuerzas mi hermano acabaría rodando escaleras
abajo. Mi propia respiración también empieza a fallar. Lo único que me mantiene
en pie es el pensamiento de que cada vez falta menos para perder de vista este
hoyo en el que nos hemos metido. Sin embargo, por mucho que avancemos, la cima
cada vez parece más lejana. Supongo que es una especie de alucinación causada
por el agotamiento, la deshidratación y los calambres de los músculos, pero se
siente muy real.
-¿Está cantando?
–murmuro, refiriéndome a Collin.
-No me puedo creer que un
militar escuche a Ed Sheeran –me susurra Sayid. Percibo que, efectivamente, el
británico está cantando Shape of you.
-Esto es lo más parecido
a una radio que vamos a tener. Habrá que disfrutarla, supongo.
Es imposible distinguir
si Collin canta bien o no, porque después de tantos escalones todos tenemos la
respiración agitada. Me parece un sobreesfuerzo gastar energía y aire cantando
en estos momentos, pero a decir verdad sirve de distracción.
“Esto ya se nos está
yendo de madre”, pienso cuando oigo que Ivette se une a la canción. Margot nos
mira divertida. Yo niego con la cabeza para hacerle saber que no sé qué está
ocurriendo. Y no me lo puedo creer cuando ella también empieza a cantar.
Sayid me mira entre
carcajadas. Al final, nosotros acabamos cayendo en la tentación. No tiene
ningún sentido que, a pesar de estar derrochando las pocas fuerzas que nos
quedan, un estúpido coro improvisado sea lo que me hace conseguir distraerme lo
suficiente del cansancio. Nos topamos con el último escalón y yo ni me entero
hasta que no lo veo.
-No me puedo creer que lo
hayamos conseguido –dice Sayid, pasando ambas manos por su oscuro pelo rizado.
Él ya ha dejado su escalón en el suelo, y es el turno de Collin.
Me siento orgullosa de
ser la última en colocar mi pieza, como si fuese un puzle. Y también me dan el
privilegio de ser la primera en pasar al otro lado. Hace falta un pequeño
impulso porque los escalones no llegan hasta arriba del todo, pero mis brazos
no recuerdan que ya no me quedan músculos, y la adrenalina hace su trabajo para
llevarme a la cima.
Y en el momento en que
subo, la veo.
Teníamos razón. Había una
mujer observándonos. Esperándonos.
Y ahora me mira
fijamente.
Capítulo 30. En casa
(Sayid)
-Vas a cumplir la mayoría
de edad dentro de poco –me informó el profesor Ramos. Yo eso ya lo sabía. Lo
había pensado mucho. Pero me limité a asentir -. ¿Has pensado qué vas a hacer?
-Yo no me quiero marchar,
profesor.
Mi tutor asiente. Sabía
que me entendía, pero también tenía la certeza de que lo que le pedía era un
imposible. No había conocido a nadie que se hubiese quedado en un orfanato
pasados los dieciocho.
-No me veo capacitado
para compaginar un trabajo, los estudios y vivir yo solo por primera vez en mi
vida. De hecho, no me veo capaz de vivir solo, simplemente –me sinceré.
-Este paso siempre es
difícil, Sayid –me comentaba mi tutor pausadamente -. Pero te aseguro que todos
los chicos hacen la transición sin ningún problema. Nosotros estaremos
pendientes de ti todo el tiempo, asegurándonos que estás bien, cómodo, y
ayudando en lo que haga falta. Tanto económica como emocionalmente.
-Sé que lo intentarán,
profesor, pero no pueden estar a todo. Aquí hay muchos chavales. Yo no voy a
ser la prioridad. No debo serlo, de hecho. No quiero que focalicéis vuestra
atención en mí, porque dejaríais de dársela a los demás huérfanos. –Apoyé los
codos en mis rodillas para darle intensidad a lo que me decía, tuteándole
inconscientemente. Para convencerle. Para que creyera que lo que decía de
verdad lo sentía, porque lo hacía -. Si me quedo aquí, puedo ser una ayuda, no
un estorbo.
-Tú nunca vas a ser un
estorbo, Sayid. Te lo aseguro.
-Por favor, profesor.
El profesor Ramos se
retiró las gafas para frotarse sus ojos grisáceos. Se lo estaba planteando, y
yo lo sabía. A todos los chicos nos trataba como a sus hijos. Y no es fácil
echar a tus hijos de casa. Mi tutor volvió a colocarse las gafas sobre su
prominente nariz y entrelazó los dedos de las manos para aportar seriedad a lo
que iba a decir. Pero yo ya estaba decidido con mis propios argumentos.
-Algún día tienes que
aprender a ser independiente. A vivir solo.
-Lo sé. Y lo haré, se lo
juro, pronto. Algún día. Pero no estoy preparado aún.
-Supongo que te podemos
dar algunas tareas aquí para que no vivas de gorra –me dijo con una media
sonrisa, rompiendo por completo su fachada de director estricto. Yo le devolví
la sonrisa.
-Supone usted bien –contesté, deshaciéndome en sonrisas y agradecimientos.
Capítulo 31. La genia
(Ángela)
-кто вы?
-¿Alguien habla rumano?
–pregunto sarcásticamente.
-Es ruso –me corrige
Ivette. Yo la miro, sorprendida -. Creo –añade encogiéndose de hombros.
-Who are you? –le insta Collin.
-My name is Alena. I came from Russia –se presenta la mujer
pronunciando con violencia la “r”.
-Did you come here by foot? –le pregunta Sayid.
-I took the bus –responde ella, señalando hacia su izquierda -. Literally.
Dirijo mi vista hacia
donde su dedo pulgar se dirige. Me siento Collin, sin entender las palabras,
guiándome únicamente por los movimientos.
No sé cómo no nos hemos
dado cuenta de ello, pero hay un autobús escolar a unos pocos metros de
nosotros. Alzo las cejas, asombrada, suponiendo que es la forma que ha tenido
esta mujer de llegar hasta aquí. Mejor que andar o ir en tanque es, desde
luego.
A pesar de rondar los
cincuenta, parece la más joven de todos. Lleva su cabello color canela recogido
en un par de trenzas que se me antojan nostálgicas cuando recuerdo las mías.
Las gafas que le enmarcan la cara son redondas, como salidas de los años cincuenta,
y es muy bajita y menuda. Sin embargo, su actitud no es infantil. Más bien se
asemeja a la de alguien que no sabe qué son las personas humanas. Nos mira como
si fuésemos extraterrestres más que meros extraños. Pero no es desconfianza ni
miedo lo que intuyo en sus ojos. Parece más bien como si nos estuviese
analizando.
-I´ll talk to her –anuncia Collin avanzando hasta la mujer.
-¿Qué hace? ¿Dónde va?
–pregunto alarmada, señalándole como si viera a un niño pequeño alzar un juego
de cuchillos. Compruebo que Alena activa todas las alarmas de su cuerpo cuando
el gran cuerpo del militar se posiciona junto a ella. Ahora sí que parece una
niña pequeña con la comparación de tamaño entre ambos.
-Ha dicho que va a hablar
con ella –resopla Sayid. Me temo lo peor.
Se nos hace eterna la
conversación entre el británico y la rusa. A saber lo que le está diciendo
Collin. Y a saber qué le está contando ella. Supongo que el militar se ha
adelantado a nosotras para, por fin, cumplir su papel de persona útil en este
grupo. “Buena jugada, Collin”.
-Me muero de hambre
–comento doblándome por la mitad, con las manos sobre mi estómago.
-Yo también –resopla Sayid.
-Espero que tenga comida
en ese autobús. A nosotros nos quedan muy pocas cosas, y no muy apetecibles
–comento recordando el brócoli en bote que pesa en mi mochila. En casa, lo
cocinaría y estaría rico, pero el potingue que viene para que se conserve me
resulta repugnante. Aguanto una arcada cuando recuerdo su sabor.
-Yo estoy bastante
convencido de que tiene. Lo que espero es que quiera compartirlo.
-¿Crees que no querrá?
–Mi hermano se encoge de hombros.
-No lo tengo claro.
-¿Por qué? No parece una
persona egoísta.
-No es eso. Me da la
sensación de que es… -titubea, buscando la palabra adecuada.
-¿Rara? –trato de
ayudarle.
-Lista. Demasiado lista.
-¿Cómo lo sabes?
-No lo sé. Solo lo intuyo
–responde Sayid volviendo a encogerse de hombros.
Yo me quedo mirando a
Alena, porque no tengo idea de qué pensar. Supongo que para mí es más difícil
sacar conclusiones de ella puesto que ni siquiera he entendido lo poco que ha
hablado, pero me parece precipitado asumir más de lo que sabemos.
Y, en cualquier caso, no
sé qué tendrá que ver que sea lista a que no quiera compartir sus recursos.
Quiero decir, entiendo que el instinto le inste a sobrevivir y guardar las
cosas para ella, pero si fuese inteligente de verdad sabría que la mejor opción
en estas circunstancias es no quedarse sola. No podemos hacerle compañía si
estamos muertos. Bueno, podríamos, pero no sería muy agradable que digamos.
-¿Dónde va Alena?
–pregunta Ivette señalándola. La mujer rusa se dirige a su autobús y Collin
retrocede sobre sus propios pasos para acercarse a nosotros.
-Okay, so –empieza el militar poniendo ambas manos sobre su cadera.
Espero pacientemente a
que termine de contar su historia. Intento adivinar por la expresión de mis
compañeros si lo que cuenta es bueno o malo, pero todos tienen cara de póquer,
concentrados en escuchar. Me pongo de puntillas para mirar por encima del
hombro de Collin, pero no consigo divisar a la mujer rusa. Se ha metido en el
autobús y no puedo ver qué hace, ni si nos está guardando comida. Ojalá que sí.
Si Alena se marcha sin yo
haber probado bocado, Collin se las va a cargar.
-All right. Let´s go –dice Sayid dando una palmada. Mi grupo
comienza a caminar hacia el autobús escolar.
-¿Qué pasa? ¿Dónde vamos?
–inquiero, siguiéndoles.
-A comer –contesta Sayid
con una gran sonrisa.
El autobús se encuentra
en un estado terrible, pero no parece que sea por lo que quiera que pasase
donde vivía Alena. Más bien, es simplemente antiquísimo. La pintura de fuera,
supuestamente color mostaza, está desconchada y desteñida. Subir los escalones
para entrar supone un deporte de riesgo, porque al posar un pie un crujido me
hace asustarme hasta el punto de querer retroceder. Los asientos están algo
sucios, y la tela se ha desgarrado en algunas partes por lo que veo el
interior, una especie de gomaespuma, en la mayoría de ellos.
No obstante, me quedo
flipando. Alena ha instalado una mini cocina al final del pasillo. Algunos
asientos los ha girado (no tengo ni la menor idea de cómo lo ha hecho) y está
apoyado sobre ellos una especie de laboratorio portátil.
-Wow –me sorprendo al
entrar.
-Collin nos ha contado
que este autobús no se lo encontró Alena. Era suyo.
-¿Era conductora de
autobuses escolares? –me extraño.
-No –niega Sayid, riendo
-. Es científica. Esta era su laboratorio. Lo tenía en su garaje.
-¿En su garaje? ¿Por qué
no ponía el laboratorio en su casa?
-Porque el garaje era su
casa.
Alzo las cejas nuevamente
sorprendida. Esta mujer es una caja de sorpresas. ¿Cómo puede alguien vivir en
su garaje y trabajar en el interior de un autobús?
-There´s a toilet over there, if anyone needs to go –dice Alena
señalando una pequeña puerta junto a la encimera de la cocina. A pesar de lo
pequeño que es esto, tiene tantas cosas que no me había dado cuenta de eso.
-I do! –exclama Ivette dirigiéndose rápidamente a la puerta. Cuando
la abre, me encuentro otra vez con una gran sorpresa porque hay un váter en el
interior.
-Tantos programas de mini
casas y nadie le ha hecho un reportaje a Alena –le comento a Sayid en susurros.
-¿Te acuerdas cuando te
dije que era muy lista? Yo habría sido incapaz de montar algo así.
Se me hace la boca agua
cuando Alena abre la nevera y compruebo la cantidad de alimentos que hay en su
interior. Nosotros solo podíamos comer algo novedoso el mismo día en que
encontrásemos un supermercado, porque para comenzar el camino teníamos que
depender de comida en latas de conserva. La mujer rusa saca una caja de doce huevos,
quesos de distintos tipos y una cantidad indecente de verduras frescas. Sin que
nadie le pida nada, comienza a encender el fuego y pone un par de huevos a
cocer. Le tiende los tomates a Collin, un par de cogollos de lechuga a Ivette y
unas cebollas a Margot. Aún sin mediar palabra, les ofrece cuchillos y les hace
señales para que comiencen a cocinar ellos también. Los tres empiezan a cortar
y preparar sus alimentos sin rechistar.
-Deja que coja a Félix
–le digo a Margot, en parte para huir y no tener que cocinar yo. No hay nada
que odie más que meterme en la cocina.
-¿Os ha contado Collin la
historia de Alena? –le pregunto a Sayid tomando asiento.
Mi hermano se sienta en
frente de mí y comienza a relatar.
-Para variar, yo tenía
razón –dice Sayid enarcando las cejas con una sonrisilla socarrona. Yo le saco
la lengua a modo de burla y le sonrío -. Es una puta genia –añade en un
susurro.
-Para montar todo esto,
tiene que serlo –comento -. Aunque tiene pinta de estar un poco… -agrego
girando el dedo índice junto a mi sien.
-Eso no sabría
confirmarlo. Igual un poco sí. Pero no le impide ser listísima. Al parecer, en
su ciudad hubo una tormenta de rayos -. Sayid se retuerce en un escalofrío. Yo
frunzo el ceño, algo extrañada. Hemos visto lo suficiente como para que nada me
produzca escalofríos -. Me dan miedo las tormentas. Es escuchar un trueno o ver
el reflejo de un relámpago, y corro a refugiarme bajo la colcha de mi cama –se
excusa -. No quiero ni imaginarme que me alcance un rayo y morir asado…
Otro retortijón recorre
el cuerpo de Sayid. Yo aguanto la risa para no hacerle sentir mal, pero ahora
más que nunca lo veo como un niño pequeño.
-¿Cómo sobrevivió ella?
-¿Quieres adivinarlo?
-¿Adivinarlo? –Sayid
asiente, entusiasmado. Probablemente será por la idea de tener un almuerzo
decente, pero comprendo su absurda ilusión -. Basándome en la experiencia,
tanto la mía como la de todos los demás, sobrevivimos escondiéndonos de algún
modo.
-Félix sobrevivió con la
mascarilla de oxígeno, no se escondió –me recuerda mi hermano, señalando al
bebé.
-Se escondió en la
mascarilla –improviso.
-Déjate de rollos –se ríe
-. No se escondió –aclara.
-Pues no tengo ni idea.
¿No es imposible esquivar un rayo?
-Pues sí. Por eso no lo
hizo. En lugar de esquivarlo, lo atrajo.
-¿Cómo que lo atrajo?
-Construyó un pararrayos
–anuncia, asombrado ante su propia afirmación.
-¿Cómo se construye un
pararrayos en mitad de una catástrofe natural? –inquiero, alucinando. Cuando vi
media llama de fuego en mi pueblo, lo único que se me ocurrió hacer fue
esconderme lo más rápido posible y llorar a lágrima viva.
-No tengo ni idea.
Sayid contempla a Alena
con admiración. Yo no puedo hacer otra cosa que imitarle.
Capítulo 32. América
(Sayid)
Nunca me había sabido tan
bien una ensalada. No suelo ser fan de la verdura cruda, pero se me saltan las
lágrimas cuando el sabor del tomate y la lechuga hacen una fiesta en mi
paladar. Alena nos ha preparado un banquete, aunque todos hemos colaborado. No
se me ha pasado por alto la gran variedad de alimentos. Ángela me ha comentado
que también se ha dado cuenta, y que estamos tomando prácticamente todos los
grupos de nutrientes que puede haber en el mundo.
Félix, por su parte, ha
descubierto las verduras cocidas, y parece que está tan sorprendido como yo de
los nuevos sabores.
-Supongo que a los genios
se les da bien todo. Incluido cocinar –dice Ángela metiéndose en la boca una
gran cucharada de arroz al curry.
Nadie pronuncia palabra,
ocupados en engullir la comida cual buitres un cadáver. Sin embargo, Alena nos
mira con fascinación, fijándose en cada uno de nosotros. Analizándonos.
Averiguando quiénes somos.
-We are going to America –anuncia la mujer rusa pronunciando las
palabras despacio, como si quisiera que todos la entendiésemos con claridad.
-What? –farfulla Collin con la boca rebosante de pasta a la
carbonara.
Alena se queda callada,
con una breve sonrisa en los labios, y nos contempla. Todos hemos parado de
comer a medias, a la espera de que nos explique su plan.
-¿Qué ha dicho? –me
pregunta Ángela tras la explicación de la mujer rusa.
Yo he tratado de analizar
su propuesta conforme hablaba, ya que suponía que mi hermana me iba a instar a
contarle con todo lujo de detalles lo que nos dijese. Pero no sé asimilarlo.
Debería fiarme de ella, después de comprobar que es bastante más capaz que
cualquiera de nosotros. Sin embargo, no lo consigo. No sé si me he vuelto un
poco escéptico desde que llegó Collin. Ahora me siento mal por haber
recriminado a Ángela por no confiar en las chicas francesas. Soy un hipócrita
al hacer exactamente lo mismo.
-Alena piensa que
deberíamos ir a América.
-¿Al continente?
–inquiere Ángela casi a voz en grito. Veo que Collin se sobresalta, y recuerdo
que ni siquiera la entiende.
-¿Cuántas Américas
conoces?
-¿Cómo se supone que
vamos a llegar hasta allí? Y más importante aún, ¿para qué? ¿No tiene
suficiente con Europa?
-El cómo, nos lo explica
cuando acabemos de comer –respondo mientras pelo una manzana, agitándola en el
aire para dar énfasis a que todavía estamos almorzando -. Y el para qué, has
dado en el clavo. Dice que Europa no da más de sí.
-¿A qué te refieres?
–pregunta esta vez más calmada.
-A que ella viene de
Rusia y nosotros de España. Los dos extremos del continente nos hemos
encontrado, y no había nada útil por el camino. Incluso tenemos a un británico,
así que ni siquiera podemos confiar en las islas.
-A lo mejor en Grecia
encontramos algo –sugiere sin mucha convicción. Yo enarco una ceja y ladeo la
cabeza -. Yo que sé. Bastante tengo con recorrer este continente como para irme
a explorar otro –resopla.
-Yo no lo veo tan mala
idea -. Esta vez es Ángela quien enarca las cejas, sorprendida -. En parte,
tiene razón. No nos quedan tantos países por visitar.
-No hemos estado en
tantos…
-Pero todos estaban en
las mismas condiciones. No quiero seguir visitando la miseria. No quiero seguir
esquivando cadáveres.
-Pero y si… -comienza mi
alma hermana, dudosa.
-¿Qué pasa? ¿Por qué no
quieres ir? –le pregunto, soltando la manzana para sostener sus manos. Me doy
cuenta de que está realmente preocupada.
-¿Y si está igual?
¿Entonces qué? ¿Esto es todo lo que nos queda? ¿Vagar por el mundo tratando de
sobrevivir? Una sociedad formada por siete personas, desesperadas por encontrar
un supermercado decente –se desespera, al borde de las lágrimas -. No quiero
tener esa vida. No quiero simplemente existir, sobrevivir. Yo quiero ser feliz.
Lo único que me hace feliz de todo esto eres tú. Y el bebé, claro.
-No puedes perder la
esperanza, Ángela. No podemos asumir lo peor. Hasta que no comprobemos las
cosas, no descubriremos si son verdad. Aferrarnos a lo que es seguro sería una
estupidez ante la posibilidad de que haya algo mejor, aunque también pueda ser
algo peor.
Ángela me mira, no muy
convencida, pero advierto un breve destello de querer creerme, de querer tener
esperanza. “Quédate conmigo, hermana gemela. No vuelvas al inicio. No dejes de
querer vivir”.
Bajarme del autobús me
sienta mejor de lo que pensaba. Llevamos tantos días a la intemperie que el
vehículo se me antoja asfixiante. Estiro ambos brazos y oigo el crujido de
todos los huesos de mi espalda. Ivette me mira, horrorizada ante ese sonido, y
no puedo evitar unas carcajadas que, finalmente, comparte conmigo.
Alena extiende un gran
mapamundi en el suelo de tierra, y ni siquiera me asombra no sorprenderme.
-We are here now –dice señalando un país que no alcanzo a ver. Tengo
la cabeza de Margot delante y es un poco imposible divisar nada por lo alta que
es. Me agacho junto a la mujer rusa para poder seguir su explicación -. We want to go here –añade señalando
América. Me da la sensación de que no busca un país concreto. Solo quiere
llegar al continente.
-How are we suppossed to get there? –pregunta Collin. Miro a Ángela,
que me devuelve la mirada encogiéndose de hombros. Ya sé que no ha entendido la
pregunta, pero me hace gracia que el británico y ella tengan la misma cuestión.
-On a boat –anuncia Alena como si nada.
-We don´t have a boat –señala Margot.
-We will build one.
Collin bufa, desesperado,
y niega con la cabeza. La mujer rusa busca mis ojos esperando mi aprobación,
pero no sé qué decirle. No nos veo nada capaz de construir un bote ni nada
similar, y no es que los continentes estén a un par de horas. Si fuese un barco
tardaríamos días. ¿Un bote? No sobreviviríamos. No tantas personas en las
condiciones en las que estamos.
Pero no puedo negarme
ante esa mirada desolada. Sus gigantes ojos color caramelo me suplican que la
apoye, que no la deje sola. Como si yo tuviera cincuenta años y ella veintiuno,
y no al revés. Como si yo fuera el líder del grupo. “No te confundas, Alena. La
líder es Ángela, pero le faltan un par de diccionarios para cumplir su papel”.
Me limito a forzar una
sonrisa. De ese modo, muestro simpatía, pero no consentimiento a su propuesta.
Ella me devuelve la mueca.
-¿Qué piensas? –me
pregunta Ivette. Todo el grupo me mira, expectante. Igual si soy yo quien
manda. Pues no quiero serlo.
-Creo que es buena idea
salir de aquí. Europa no tiene mucho más que ofrecernos. Pero ir en bote hasta
América… Lo considero bastante imposible. Nos quedaríamos sin comida, no
podríamos descansar apenas nada; por no hablar de que llevamos un bebé con
nosotros.
Ángela asiente, aún con
un leve destello de inseguridad en sus ojos. La había convencido de que esta
excursión era lo correcto, pero no puede evitar alegrarse ante la perspectiva
de quedarnos en tierra. Pero ese no es mi plan.
-Deberíamos buscar un
avión.
-¿Un avión? –inquiere
Margot, extrañada.
-O algo parecido –aclaro.
-¿Dónde vamos a encontrar
un avión? –pregunta Ángela. No parece escéptica, ante mi sorpresa, sino que su
tono denota más bien curiosidad.
-Bueno, Collin encontró
un tanque. No creo que sea tan locura que podamos encontrar alguna clase de
vehículo aéreo.
El británico se
sobresalta al escuchar su nombre, y me decido incluirlo en la decisión
explicándole mi propuesta. Alena también me escucha atentamente, puesto que ha
esperado pacientemente a que tradujese mi plan.
-¿Y si buscamos un aeropuerto?
Allí hay aviones –sugiere Ivette. La forma en que lo dice se me antoja
infantil.
-Pues será mejor que
empecemos a andar ya. Por si no os habéis dado cuenta, estamos en mitad de la
nada, y no nos hemos cruzado ni medio aeropuerto en todo el camino que hemos
hecho –decide Ángela.
-¿Alguien sabe pilotar un
avión? –pregunto, temeroso.
Todos los
hispanohablantes miramos a Collin inmediatamente. Él frunce el ceño, a la
espera de una explicación.
Para mi alivio, pertenece
a las fuerzas aéreas. Claro que depende del tipo de avión que encontremos,
porque no son todos iguales. Pero imagino que es como tener carné de coche y
conducir un camión. No es lo mismo, pero mejor quien tiene el carné, aunque sea
de otra cosa, que quien no tiene nada. Supongo.
Me levanto del suelo y
muevo las piernas como un demente, pues se me han quedado dormidas de haber
estado agachado. Unos desagradables cosquilleos me recorren los muslos. Ángela
me mira divertida.
-¿Pongo música?
–pregunta, sarcástica.
-Cállate –digo con una
sonrisa -. ¿Crees que lo conseguiremos? –pido su opinión, porque me siento
completamente inseguro. Necesito que me diga que todo va a salir bien.
-Claro. Si ha sido tu
idea, va a salir bien –responde con tanta convicción que me creo lo que dice.
De repente, se me ocurre otra pregunta.
-¿Crees que yo soy el
líder del grupo?
Ángela me mira con
sorpresa. Para mi asombro, no le sorprende que piense que soy el líder. Le
sorprende que tenga que preguntarlo. Mi hermana pone a Félix entre mis brazos,
quien se acurruca en mi pecho, y me mira ladeando la cabeza.
-¿Quién si no? –responde con obviedad.
-¿Lo tienes todo, Félix?
-Mamá, no me llamo así.
Ya lo sabes.
A esas alturas, no me
sorprendía que mi madre no fuese capaz de llamarme por mi verdadero nombre. De
hecho, apenas me molestaba, porque sabía que lo hacía inconscientemente. Pero,
de cualquier modo, yo me forzaba a corregirla cada vez. Era la única forma de conseguir
que la palabra “Ángela” brotase de sus labios.
-Es verdad. Perdona, hija
–se corrigió subrayando la última palabra, como destacando que me reconocía
como chica. Yo se lo agradecía con un sabor agridulce por haberme llamado “Félix”
primero.
-Tengo que coger la
mochila –informé, dirigiéndome escaleras arriba.
-Date prisa. Tengo que
llegar al trabajo antes de que la maldita Gloria me quite el puesto.
Me reí ante el comentario
de mi madre, pues cada día hacía un par de comentarios criticando a esa tal
Gloria. Tenía la paranoia de que su compañera quería quitarle el puesto. Mi
padre no dejaba de repetirle que eso era absurdo, que ella era demasiado buena
en su trabajo como para que su jefa la degradase y la cambiara por Gloria, pero
ella seguía en sus trece. Al final, resultó que la tal Gloria se quedó
embarazada y dejó el trabajo para dedicarse a tiempo completo a la maternidad.
En ese momento, mi madre se sintió mal porque ella trabajaba cada día y le dio
la sensación de que no cuidaba lo suficiente de nosotros. Todos los miembros de
mi familia al completo pusimos los ojos en blanco, con tal coordinación que
podríamos haberlo ensayado, porque por mucho que trabajase mi madre, era
imposible acusarla de no estar pendiente de nosotros.
-Me da la sensación de
que, por mucho tiempo que esté yo en casa, tú eres la más importante de aquí
–le decía mi padre continuamente.
Él trabajaba a tiempo
parcial para hacerse cargo de nosotros. Mi madre tenía un puesto importante en
una empresa que nunca entendí de qué trataba. Mi padre, por su parte, era
vendedor en una librería, por lo que siempre identificaba su trabajo como amo
de casa más que de eso. A mí me parecía fenomenal, porque me encantaba pasar
tiempo con él.
-¿Qué haces tú aquí,
enano? –le pregunté a mi hermano pequeño encontrándolo sentado en mitad de la
alfombra de mi cuarto.
-No quiero ir al cole
–dijo haciendo el intento de cruzarse de brazos. Era el primer día que iba a
primaria y no había que ser un genio para darse cuenta de que no tenía ni pizca
de ganas.
-Te lo vas a pasar muy
bien, Agus –traté de convencerle, aunque yo era la primera que no quería en
absoluto empezar las clases. Era la primera vez que iba con la falda del
uniforme, y estaba un poco nerviosa.
-Yo me quiero quedar aquí
contigo. –Mi hermano se acurrucó en mi regazo, en el intento de hacer un
berrinche. Pero yo jamás podía ver a un niño caprichoso y enfadado. Solo veía a
una persona diminuta teniendo preocupaciones de personas mayores. Él no quería
ir al cole. Yo no quería ir al cole. ¿Qué diferencia había entre nosotros?
-Yo también me quiero
quedar aquí contigo.
-Pues nos quedamos
–decidió levantando la cabeza de golpe. En sus ojos brillaba el entusiasmo ante
la perspectiva de quedarnos en casa. No pude evitar reírme.
-No podemos hacer eso.
Hay que ir al cole –expliqué con calma, acariciándole el pelo lleno de rizos.
-¿Y eso por qué?
–inquirió haciendo un puchero.
-Porque, ¿cómo vamos a
aprender matemáticas si no, Agus? –dije con un falso entusiasmo. Creo que
Agustín no entendió mi sarcasmo, pero aun así me regaló una de sus adorables
sonrisas.
-No me gusta que me
llames Agus.
-¿Y eso por qué, si puede
saberse? Es tu nombre.
-Porque así me llama todo
el mundo. Tú no eres todo el mundo. –Mi corazón saltó de alegría.
-Mm… -fingí que pensaba
-. ¿Y qué tal si te llamo Auggie? –Yo sabía que le encantaba ese nombre, porque
estaba enganchado a la serie El mundo de
Riley y el hermano pequeño era su personaje favorito. Solía decir que
éramos igual que ellos dos -. Tú puedes llamarme Riley –sugerí pronunciando el
nombre de manera lamentable.
-Me gusta Auggie. Pero
creo que yo te llamaré Ángela. Es tu nombre. Es como quieres que te llamen,
¿no?
No pude evitar que me
cayese una lágrima, porque era la primera vez que alguien asumía con total seguridad
que ese era mi nombre.
Atraje la pequeña
cabecita de mi hermano hacia mi pecho y la estrujé con todas mis fuerzas,
comiéndomelo a besos.
Capítulo
34. Don´t move (Sayid)
El
viaje en autobús es de lo más placentero, sobretodo porque no tengo que
conducir yo. Si nos dio la sensación de ir rápido en el tanque, ahora parece que
estamos en el Mario Kart en vivo, sobre todo después de habernos pasado horas
en aquel agujero construyendo la maldita escalera.
-¿Quieres?
–me ofrece Ángela mostrándome el interior de una caja de cereales.
-No
has parado de comer desde que hemos arrancado –río cogiendo un puñado de copos
de avena.
-Pues
ya no te ofrezco más –pretende enfadarse, retirando el paquete.
-Eh,
eh –me quejo sentándome a su lado para tener acceso a la comida. Ella estira el
brazo con el que sostiene los cereales para impedirme llegar a la caja.
-¿Te
olvidas de que soy más alto que tú? –pregunto con ironía arrebatándole los
copos de avena sin esfuerzo.
-Algún
día dejarás de serlo –dice con la boca llena.
-No
sé si debería tomarlo como amenaza de que vas a matarme o encogerme y
asustarme, o preocuparme porque creas que hay alguna oportunidad de que sigas
creciendo a estas alturas. A estas alturas, ¿lo pillas? -. Mi hermana pone los
ojos en blanco.
-Puede
que sean ambas…
-¿Dónde
está Félix?
-Lo
tiene Ivette.
-¿Ivette?
¿Le has dejado el bebé a Ivette?
-¿Por
qué te sorprendes tanto?
-Creía
que la odiabas.
-He
madurado. –Ángela introduce en su boca una cantidad indecente de cereales
mientras coge más con la otra mano, haciéndole perder toda su credibilidad -.
¿Por qué paramos? –inquiere, confusa.
Yo
también me sorprendo ante el frenazo. Miro a ambos lados como si sirviese de
algo y me levanto para comprobar qué hace Alena.
-What´s going on? –le pregunto.
La
mujer rusa se gira para mirarnos a todos con urgencia. Sin necesidad de mediar
palabra, sé de inmediato que algo va realmente mal.
-Don´t move –nos ordena. Aunque más bien
es una súplica.
Ángela
le hace caso ajeno, probablemente porque no la entiende, y se desplaza en su
asiento para mirar por la ventana. No sé cómo no se rompe el cuello de la
rapidez con la que lo gira. El corazón me va a mil cuando intuyo el terror en
su mirada.
-Estamos
sobre arenas movedizas.
Se
me emborrona la vista como cuando pasas horas sin comer. Sin embargo, yo llevo
ingerido suficiente azúcar como para que ese no sea el problema.
Arenas
movedizas. No me lo puedo creer.
-¿Cómo
cojones vamos a salir de aquí? –inquiere Ángela al borde de las lágrimas.
Trato
de pensar a la velocidad de la luz, porque todo el mundo me mira, expectante.
¿Se puede saber cuándo este grupo ha empezado a depender de mí? Quitando a
Félix y Ángela, soy el más joven de todos, y probablemente el más inútil. No sé
si será porque fui el primero en emprender el camino, o simplemente es fácil
echarme la responsabilidad a mi espalda y quitársela ellos, pero no les quiero
pensar tan egoístas.
Los
ojos se me mueven independientes a las despensas de comida. Collin sigue mi
mirada y asiente, porque antes de yo saber cuál es el plan, él ha comprendido
mi idea. Abre la mochila más cercana a él, que resulta ser la que he llevado yo
todo el camino, y comienza a introducir en ella todos los alimentos que caben.
Margot reacciona rápidamente cuando entiende lo que hace y abre su propia
bandolera para hacer lo mismo.
-Será
mejor que dé vuestro bebé –se excusa Ivette, acercándose a mí. Oigo cómo, a
pesar de la situación, Ángela tiene tiempo para soltar un bufido
condescendiente. “Con que has madurado, ¿eh?”.
Pero
cuando Ivette camina por el pasillo, me tengo que aferrar rápidamente al
asiento más cercano. Todo el autobús se mece con violencia, haciéndonos ahogar
un grito y parar en seco todo lo que estábamos haciendo.
-Don´t move –repite Alena, alterada.
-If we don´t move… -empiezo yo la frase,
pero no soy capaz de terminarla. Inevitablemente, una lágrima recorre mi
mejilla. No había pasado tanto miedo desde que vi a Margot colgando desde el
precipicio, o a Ángela atravesando el campo de minas. Ya no soy capaz de
mantener la compostura. Al fin y al cabo, siempre he sido un llorica.
No
hace falta que termine lo que iba a decir, porque me entiende perfectamente.
“Si no nos movemos, nos hundiremos igualmente. Tenemos que salir del autobús.
Para eso tenemos que movernos”. Alena ya sabe todo eso. Confío en que ella sea
capaz de pensar en una solución, porque yo estoy en blanco.
Me
acerco lentamente a Ivette, arrastrando los pies para que mi ligero peso se
reparta despacio. Como si no quisiese enfadar a las arenas movedizas. En estos
instantes, lo único que se me ocurre es proteger a los míos en la medida que
puedo. Le dejo la estrategia a Alena y Collin, que para eso son la genia y el
militar. Yo soy un simple huérfano. No tengo madera de líder.
Suspiro
aliviado cuando Félix llega a mis brazos. Contengo un sollozo y le abrazo. Él,
ajeno a lo que ocurre, hace pompas con la boca.
Está
a punto de darme otro infarto cuando se me cruza el menudo cuerpo de Alena a
toda velocidad. Precisamente la que repetía que no nos moviésemos está jugando
a ser Flash. No obstante, será por lo pequeña que es, o por la suavidad con que
se desplaza, el autobús no se mueve para nada.
-Deberíamos
darnos prisa –comenta Ángela mirando por su ventana -. La marea está subiendo
–bromea, pero le tiembla la voz. Me fijo en que se ha hecho una coleta, y
entiendo que significa que vamos a tener que hacer la mejor performance
atlética de nuestra vida para llegar a tierra.
Alena
sale triunfal del cuarto de baño y su fina mano levanta una cuerda enganchada a
una especie de garfio. Probablemente debería alertarme de que haya tenido eso
escondido todo este tiempo, pero me da bastante igual. Solo ideo cómo usar esa
cosa para salir de aquí.
La
mujer rusa vuelve a deslizarse hasta la entrada del autobús y abre la puerta.
Me pone un pongo nervioso la posibilidad de que entre esa masa pegajosa que nos
tiene atrapados, pero supongo que es mejor que entre a que nos coma.
Alena
hace señales para que alguien se acerque. Cuando empiezo a dar un par de pasos,
me muestra la palma de la mano para que pare. Frunzo el ceño, pensando que a lo
mejor voy demasiado rápido y la he asustado porque se pueda mover demasiado el
autobús. Sin embargo, retira la improvisada señal de Stop y, esta vez, señala a
Collin. El británico se sorprende cuando divisa el dedo de Alena apuntándole,
pero no se demora en andar con paso firme hacia la entrada. El autobús se queja
por su peso. Es probablemente la persona más grande de todo el vehículo, pero
para nuestra suerte tiene precaución y es capaz de no tambalearnos demasiado.
-Do you want me to throw this? –inquiere
Collin, anonadado. Alena asiente con vehemencia.
Sin
levantar los pies, intento asomarme para ver a qué se refieren. Diviso un gran
árbol a unos cuantos metros de aquí. Imagino que el plan es que el gancho se
aferre al tronco y luego… ¿Luego qué?
-That is far. Too far… -duda el militar.
Alena
le hace gestos para que lo tire a pesar de las dudas del británico. Éste se
encoge de hombros y se acerca lentamente a las escaleras para estar lo más
cerca posible. El autobús se inclina sutilmente hacia el lado de Collin, así
que decido avanzar al extremo contrario para hacer balanza. Evidentemente, mi
peso no hace nada contra el suyo, así que le hago señas a Ángela para que se
levante y se ponga a mi lado, ya que ella también está en la parte de Collin.
De ese modo, volvemos a estar rectos, pero siento cómo cada vez estamos más
hundidos.
-Ese
árbol está demasiado lejos –comenta Ángela cruzándose de brazos. No sé cómo
consigue mantener la compostura. Mis piernas no cesan el tembleque.
-Eso
mismo ha dicho Collin.
-Pues
vamos buenos si ni él piensa que puede hacerlo.
El
militar balancea la mano con la que sujeta el gancho de atrás hacia delante
para crear momentum. El chico coge un último impulso, mayor que los anteriores,
y lanza la cuerda. Me sorprendo cuando el garfio choca contra el interior del
autobús. Collin mira su propia mano, confuso.
-Desde
ahí no puede hacerlo. Si coge el impulso que necesita, el gancho se estrella
contra la puerta. Tiene que salir más –explica Ángela.
-No
puede salir más. Está casi en el último escalón. Tiene todas las de caerse a la
arena si avanza. Y, desde ahí, sí que no podría hacer nada.
-Se
tiene que poner en la ventana.
-¿En
la ventana? ¿Cómo se va a poner ahí?
Ángela
enarca las cejas con suficiencia, e inmediatamente temo por su vida. Se mueve
por el autobús sin miramientos y le arrebata la cuerda a Collin, que aún trata
de entender qué ha ocurrido. El balanceo del autobús me lanza al asiento más
cercano.
-Ten
cuidado –le suplico intentando equilibrarme. No consigo hacerlo ni estando
sentado.
-Que
sí, papá.
-No
me gusta ese tonito condescendiente.
-Vale,
lo siento. –Ángela se encarama al asiento y abre la ventana. Pasa una pierna
por fuera del marco, y se gira antes de continuar su maniobra -. Mamá –añade
con una sonrisa pícara. De verdad que no sé de dónde saca esa tranquilidad.
La
postura de Ángela se me antoja contorsionista. Tiene un pie haciendo
equilibrismo en el marco de la ventana, y medio cuerpo fuera del autobús. La
pierna izquierda, que aún está dentro, la ha enrollado al espacio que ha
quedado entre su asiento y la puerta, hasta que el talón se clava junto a las
bisagras de la puerta. Lo que me preocupa es que ninguna de sus manos aferra el
autobús: ambas están ocupadas en manipular la cuerda, por lo que su único
agarre es su pierna.
-Collin
–le llamo haciéndole señas para que vaya a ayudarla. El militar entiende mis
desesperados gestos y se persona detrás de Ángela. Apoya ambas manos, no sin
indecisión, en su cintura. Me tranquiliza saber que tiene algún tipo de arnés
de seguridad. No me hace falta decirle a Collin que, si la deja caerse, lo
mataré, porque mi cara lo ha dicho todo.
Ángela
gira el gancho en el aire como si se tratase de un rodeo en Texas. Yo agacho mi
cabeza para tratar de verla a través de la ventana que está a su lado, porque
desde mi posición lo único que veía era su culo y las manos de Collin encima de
este. Félix no entiende nada, pero supongo que es mejor así. Si supiera lo que
estamos haciendo, se echaría las manos a la cabeza.
Así,
apoyado sobre mis propias rodillas y con un bebé abrazado a mi cuerpo,
compruebo cómo mi hermana lanza el gancho y, de algún modo que no consigo
entender, hace que se enganche en el tronco del árbol. Collin tira de ella
hacia dentro cuando la pierna de Ángela se despega de la pared del autobús y
busca un espacio donde apoyarse.
-That was dope –le dice Collin con
entusiasmo cuando los pies de mi alma hermana tocan el suelo. Ella frunce el
ceño para mostrar su falta de entendimiento, y yo creo que también desagrado
porque las manos del militar sigan en su cadera, y se separa de él sin mediar
palabra. Aguanto la risa, porque este no es el momento.
-¿Y
ahora qué? –inquiero, confuso, mientras Ángela enrolla lo que queda de cuerda
al respaldo del asiento más cercano. Hace un gran nudo, que se convierte en
triple, y comprueba que esté completamente tensada.
-Ahora
cruzamos –responde como si fuera lo más evidente del mundo.
Miro
a Alena, apurado, para conocer el verdadero plan. No creo que eso sea lo que
haya pensado. Es completamente imposible que podamos caminar por encima de esa
cuerda.
Es
completamente imposible que yo pueda caminar por esa cuerda.
Sin
embargo, la mujer rusa sonríe y pasea sus dedos índice y corazón por la palma
de su mano para enfatizar que, efectivamente, esa es la idea.
“Pues
aquí acaba mi vida, supongo”.
Capítulo
35. Confía (Ángela)
Sería
estúpida si no pudiese advertir el miedo que inunda el rostro de Sayid. Ahora
mismo, deben estar sucediéndose en su cabeza todo tipo de comentarios
negativos. Y, sinceramente, no sé qué decirle. Yo también tengo mis dudas sobre
esto, pero es la única opción que tenemos.
-¿Quién
quiere ir primero? –pregunto aguantando una sonrisa en mi rostro para inspirar
tranquilidad.
-Yo
–dice Ivette, ante mi sorpresa. Se ajusta la mochila que ha estado llenando de
comida a los hombros y se acerca hacia donde estoy, asustada pero decidida.
“Mis respetos, hermana”.
-Yo
estaré aquí pendiente de que no se suelta la cuerda. No mires hacia atrás y,
sobre todo, no mires hacia abajo –le doy indicaciones. La chica francesa
asiente, conforme, y se sube al asiento.
Tanto
que se quejaba con las piedras, ahora está demostrando una agilidad de la
ostia, por no hablar del equilibrio. Esperaba que fuera arrastrándose por la
cuerda cual gusano, pero consigue subirse a ella y quedarse de pie. Estira los
brazos y levanta la cabeza, como si fuera a saltar. “Tú misma”.
Me
obligo a borrar ese pensamiento, porque en realidad me da miedo que pueda
pasarle algo.
A
mitad de camino, Ivette acaba haciendo lo que esperaba. Supongo que los
músculos de las piernas no le aguantaban tanta presión, pero ha avanzado
bastante a pie. La aplaudo mentalmente mientras ella se cuelga de la cuerda
como si fuese un mono.
-Yo
no puedo hacer eso –dice Sayid, apurado.
-Claro
que puedes. Mira a Ivette. Puedes ir así.
La
cara de mi hermano lo dice todo. Advierto que la idea de quedarse en el
autobús, pese a lo que conlleva, le está resultando mucho más apetecible. Creo
que no le da tanto miedo el hundirse en la arena como lo de quedar en ridículo,
mostrar una vez más que es el más débil del grupo. “Bueno, Sayid, eres el
líder, así que no estarás tan mal, al fin y al cabo”.
Ivette
se me antoja una gimnasta aterrizando junto al árbol, aunque su postura es
mucho más lamentable. Margot decide ir la siguiente en la lista, y yo me alegro
porque me vendrá bien hablar con Sayid con el menor número de personas posibles
alrededor.
La
mujer francesa utiliza la táctica de ir de cuclillas, lo que hace que tarde una
eternidad, pero consigue llegar con su amiga sin problema.
Collin
me hace señales ofreciéndome a ir la siguiente, pero yo le devuelvo los gestos
para que pase él primero. Mi hermano aún no está preparado. No voy a ir a
ningún sitio sin Sayid.
El
militar se hace el chulo intentando ir de pie y rápido, lo que provoca que de
un resbalón y nos haga perder un año de vida a todos. Por suerte, es capaz de
estabilizarse y volver a ponerse en pie, pero esta vez avanzando a una
velocidad decente para alguien que camina sobre una cuerda sin pertenecer al
circo del sol. “Hombres”, pienso, exasperada, hasta que me doy cuenta de que
Sayid y el bebé que tiene en brazos también pertenecen a ese género. “Collin”,
corrijo en un suspiro.
Alena
va más despacio incluso que Margot, pero se nota que es la más lista, porque es
la que más cuidado tiene. Ella ha decidido sentarse en la cuerda y desplazarse
poco a poco. De ese modo, es muy improbable que se caiga, y mucho menos tener
un percance como el de Collin.
-Te
toca –le digo a Sayid cuando compruebo que Alena empieza a bajar de la cuerda
con ayuda de Margot.
-¿Por
qué no vas tú antes?
-Porque
no puedo cruzar hasta no saber que estás a salvo –respondo con total
sinceridad, porque es la pura verdad.
-Ángela…
-titubea, preparando alguna excusa.
-Sayid
–le corto, firme -. Confía.
-Sabes
que confío en ti, pero…
-No.
Confía en ti.
Mi
hermano me mira sorprendido. Yo clavo una intensa mirada en sus ojos. Alzo
ambos brazos para que me entregue a Félix y él obedece, sin rechistar.
-Copia
a Alena. Así no tendrás que preocuparte de poder resbalar –sugiero. Sayid
asiente subiéndose al asiento. Sus piernas son gelatina. Le cojo la mano antes
de que pueda salir -. Confía en ti. Porque yo lo hago.
No
consigo que me devuelva la sonrisa, pero sé que mis palabras no han caído en
saco roto.
Acomodo
a Félix en su mochila para llevarle con más facilidad. Llevo el doble de peso
que los demás teniendo en cuenta que lo transporto tanto a él como mi propia
mochila rebosante de comida. Pero sé que puedo hacerlo.
Cuando
alzo la vista, un suspiro se me escapa sin remedio al ver que Sayid toca el
árbol y baja de un salto. Es increíble como algo que parece imposible al
principio se acaba haciendo sin darte cuenta.
Me
subo a la cuerda y tomo un momento para respirar, agarrándome a la ventana con
la mano izquierda. Diviso a mis compañeros, y calculo que habrá más de diez
metros de cuerda. Incluso veinte. Se me pone la carne de gallina, porque no es
poco. Además, el autobús está cada vez más hundido.
No
me demoro más y pongo el pie derecho delante del izquierdo con los brazos
extendidos a los lados para mantener el equilibrio.
-No
te muevas, Félix. Es importante –le digo, porque sé que está llegando a la edad
de poder entenderme. Confío en que sea así.
Consigo
hacer la mitad del recorrido sin problemas, pero, como no podía ser de otra
forma, una vez más estoy al borde de la muerte. Al no haber nadie en el
autobús, mi peso tira del lado derecho y hace que se hunda, por lo que la
cuerda se destensa. Trato de mantener el equilibrio, pero no puedo evitar que
se me doblen las rodillas y tengo que lanzar mis manos para agarrarme a la
cuerda.
Collin
se lanza hacia la cuerda en su lado para compensar y tensarla desde ahí, pero
es un poco absurdo, puesto que el problema viene del autobús. Continúo
avanzando en postura rana cada vez con más balanceo bajo mis pies.
-¡Tirad!
–escucho gritar a Sayid. Es frustrante lo cerca que están, porque no veo la
forma de llegar hasta ellos de todos modos.
Empiezo
a tener una crisis espiritual cuando mis rodillas se hunden en la arena. “Por
favor, no”, suplico a un Dios en el que no creo. No puedo hacer otra cosa que
abrazarme a la cuerda, como si eso sirviera de algo.
Noto
que me desplazo, y me sorprende que el plan de tirar desde al lado del árbol
esté funcionando. Es decir, no solo están tirando de Félix y de mí: también
llevan la carga del autobús. O quizás la idea es conseguir romper la cuerda por
ese lado. Quién sabe.
Lo
único que yo sé es que debo girarme para que mi bebé no coma ese barro pringoso
que nos absorbe, por lo que siento una asquerosa humedad adherida a mi espalda
y mi pelo.
-Vamos,
Ángela –me insta Sayid -. Tienes que avanzar tú.
Giro
la cabeza, temerosa de que Félix pueda hundirse, y compruebo que Sayid tiene
razón. No pueden tirar más de la cuerda. Tengo que terminar yo el recorrido.
Saco
fuerzas de, sinceramente, no sé dónde, y trepo por la cuerda restregando mi
espalda continuamente por la arena. Cuando veía este tipo de escenas en las
películas, siempre pensé que exageraban. “No se hundirán tanto”, creía mi
inocente cabeza. Gracias a los cielos que tengo la cuerda, porque a estas
alturas ya estaría completamente engullida.
Un
último grito de desesperación y esfuerzo me deja lo suficiente cerca como para
que Sayid pueda tirar de mis hombros, sin meterse él en las arenas movedizas, y
dejarme tumbada junto al árbol.
Los
demás se tiran al suelo, exhaustos, y sueltan la cuerda de golpe, haciendo que
el gancho resbale por el tronco y acabe hundido en las arenas junto al resto de
la cuerda. Es imposible ver el autobús.
-¿Estás
bien? –inquiere Sayid sin aliento.
-¿Ves?
–sonrío sin poder moverme -. Solo tenías que confiar en ti.
Capítulo
36. Pues ya estamos todos (Sayid)
-Deja
de mirarme.
-Perdona.
Agacho
la cabeza pero, con el rabillo del ojo, continúo mirando a Ángela. Ella finge
molestarse, pero la sonrisa la delata.
-¡Para!
–se desespera entre risas.
-Me
alegro de que estés viva –digo, como un estúpido. Ella ya sabe eso.
-Yo
también. Pero eso pasó hace dos días. Supéralo.
-¿Cómo
puedes quitarle tanta importancia?
-¿Sinceramente?
Costumbre. –Ángela se ajusta la mochila sobre sus hombros. Tiene la piel
enrojecida por el roce con las asas. Yo tengo que ir con, mínimo, una chaqueta.
Ella sigue con la camiseta de tirantas que se compró hace semanas. ¿Hace meses?
Yo ya no sé nada -. Además, no estuve en tanto peligro.
-Por
el amor de Dios, Ángela, ¿no viste cómo se hundió el autobús? No tardó ni diez
minutos después de bajarnos. No sé de dónde sacamos las fuerzas para tirar de
ti…
-Pues
como las madres que levantan coches para salvar a sus bebés. La adrenalina se
hace muy poderosa cuando viene acompañada de acojonamiento.
-Como
cuando la madre de Félix le protegió a él con la mascarilla de oxígeno antes
que a sí misma. –Me reprendo por el repentino tono lúgubre, pero estoy en una
cierta depresión desde que casi pierdo a Ángela por tercera vez en este viaje.
Por su mirada, sé que es capaz de leerme la mente.
-Tienes
que reconocer que el suelo que explotaba fue el peor –comenta distraídamente,
como si estuviésemos hablando de aquella vez en que copiamos las respuestas del
examen de matemáticas. Como aquella vez que estuvimos a punto de morir. Los
tres.
-¿Quieres
hacer el top cinco de peores momentos de este trayecto? Empiezo yo: todo.
El
sarcasmo de mi voz me sorprende, porque nunca he sido una persona que recurra a
la ironía con facilidad. Mucho menos en este tono tan antipático. Está feo
decirlo, pero es una actitud más propia de Ángela. Y no consigo entender cómo
ella ha adoptado mi personalidad, porque para nada está siguiéndome el juego.
-Prefiero
los cinco mejores. Número cinco: la tarta de chocolate blanco –replica con una
sonrisa pícara. Sabe que va a ganar. La alegría se contagia con más facilidad
que la tristeza. Está psicológicamente demostrado -. Estaba riquísima.
-Número
cuatro: los colchones en los que hemos podido dormir. El del centro comercial,
el de la casa de Félix…
-Nunca
había agradecido tanto apoyar mi espalda en algo blando. Creía que estaba
acostumbrada a tumbarme en el suelo. No es por fardar, pero los ejercicios de abdominales
los solía hacer sin esterilla. Pero dormir es otra historia.
Inconscientemente,
me llevo las manos a la zona lumbar. El dolor es tan continuo que ya ni
siquiera lo noto, y llevar el peso de la mochila a diario no ayuda. La mirada
de Ángela se cruza con la mía cuando se da cuenta de que estamos compartiendo
gestos, y no podemos evitar reírnos.
-Número
tres: la cara de Collin cuando se dio cuenta de que tenía que dejar el tanque y
seguirnos.
-Fue
más bien darse cuenta de que no era el líder de la manada –señalo.
-El
gran y poderoso militar blanco siguiendo al moro enclenque –bromea.
-Y
maricón, encima –añado. Ángela invade el aire con sus preciosas carcajadas.
“Por favor, no dejes nunca de reírte. Tu risa es el mejor sonido que han
recibido mis oídos en mucho tiempo”.
-Ugh,
hombre hetero-básico enfadado –imita mi hermana a Hulk. No puedo evitar que me
contagie su alegría.
-Ahora
en serio. Número dos: encontrar a Félix.
Ladeo
mi cabeza hacia la derecha para mirar al bebé. Ivette ha decidido ponerse la
mochila del niño a la espalda para cargar con él durante un rato. Me da la
sensación de que todos tenemos la custodia compartida de Félix, pero Ángela y
yo somos claramente mamá y papá.
-Ya
ni me acuerdo de la pelea que tuvimos por su culpa –miente mi hermana.
-No
me puedo creer que me marchase. Como si hubiese sido capaz de irme sin ti.
-¿Podrías?
-Nunca.
Ángela
asiente con una minúscula sonrisa. Pero, en su gesto, la calidad cuenta más que
la cantidad. Sé que es una sonrisa de creerme por completo.
-Número
uno. –Mi alma hermana se para en seco para mirarme a los ojos. Yo freno, algo
confuso, y me pongo frente a ella -. Cuando me encontraste.
Aguanto
una lágrima de emoción para dejar de parecer tan débil y me lanzo a sus brazos.
Me doy cuenta de que nunca nos hemos dado un abrazo de esta envergadura. Las
manos de Ángela se entrelazan entre mis rizos, y las mías estrujan su mochila
para pegarla a mi cuerpo lo máximo posible. Hasta que nuestras almas se toquen.
Hasta que seamos uno.
-Well, that is nice –oigo decir a Alena.
Me
separo de mi hermana y compruebo que todos nos miran con una sonrisa en sus
rostros. Me imagino que tendrán envidia por no haber encontrado a su alma
hermana. Hacen bien.
-We should stop to rest for a while
–propone la mujer rusa quitándose las gafas para limpiar los cristales con el
borde de su blusa color carmín.
Nos
sentamos bajo un árbol y repartimos una botella de agua, como si fuésemos
adolescentes tratando de emborracharnos en un parque. Miro a mi alrededor
analizando el lugar. Hay poca cosa, pero no se puede decir que esté devastado.
Algo es algo. Probablemente estemos en las afueras, y quizá la ciudad o el
pueblo que nos espere cuente con algún edificio en pie en el que buscar
provisiones.
Me
alegro por mí mismo, porque compruebo que recupero las esperanzas perdidas. Es
increíble lo que una simple conversación, o un simple gesto, como un abrazo de
la persona indicada, puede conseguir.
-¿Puedes
cogerle un rato?
-Claro.
Gracias por llevarle –digo, agradecido, aparcando a Félix frente a mí. El niño
da palmadas en el suelo. Supongo que le alegrará no estar en brazos de alguien
por unos instantes.
-Es
un encanto –comenta Ivette, sonriéndole.
-Tu
español es perfecto –reconozco, algo sorprendido. Hace mucho que no le doy
clases, y sin embargo su acento es cada vez mejor.
-Me
gusta aprender. –La chica se encoge de hombros para restarle importancia -.
Ángela y tú habláis mucho. Es fácil practicar –se disculpa. Yo me sonrojo, algo
avergonzado, pero mi hermana interrumpe el intento de réplica decente.
-¡Sayid!
–me grita, emocionada, destrozándome el brazos a palmaditas.
-Ay,
¿qué pasa? –me quejo, frotándome el hombro.
-Félix
–se asombra Margot.
Mi
bebé, que quizás no es tan bebé, se ha puesto en pie. No soy capaz de cerrar la
boca, porque no puedo creerme que haya aprendido a hacer eso cuando nadie le
hace ningún caso más allá de alimentarle y llevarle en la mochila.
Arrastro
mi trasero hacia atrás y extiendo los brazos para que pueda caminar sin
peligro.
-Ven
aquí, Félix –le animo.
El
niño posa su regordeta mano derecha en mi dedo índice y avanza uno de sus
pequeños pies para llegar hasta mí. Anda despacio, tambaleándose como quien se
ha tomado un par de copas de más, pero está caminando. Lo está consiguiendo. Y,
de repente, tengo la completa certeza de que soy oficialmente su padre. No
estaría más orgulloso de él ni aunque fuese biológico.
-Muy
bien, bebé –le dice Ángela. Puedo ver un brillo en sus ojos que reconozco. Es
el mismo que producen los míos. “El bebé está andando, Ángela. Nuestro bebé”.
Cuando
Félix ve que está muy cerca de mí, se pone nervioso e intenta avanzar más
deprisa, así que tengo que salvarlo de caer al tropezarse con sus propios pies.
Aferro su cuerpecito a mi pecho y le doy un abrazo de la misma magnitud al que
le he dado previamente a Ángela. Si esto no es lo más parecido a una familia
que nunca he tenido, no sé lo que es.
-Yo
también quiero que camine hacia mí.
Ángela
se acerca hasta nosotros y se pone frente a mí, copiando la postura que yo
había adoptado previamente.
-¿Cómo
ha podido aprender a andar? –pregunto aún anonadado.
-Enseñé.
Un poco –responde Margot en un tono similar a una disculpa -. Vosotros con
escalera. Yo con bebé.
-Gracias
–le sonrío con la mayor calidez de la que soy capaz. “En serio, Margot.
Gracias”.
A
pesar de que Alena y Collin han pasado un tiempo minúsculo con Félix, también
mantienen toda su atención en él, como los demás. Supongo que, en una sociedad
de un único bebé, éste se convierte en el rey.
-Este
niño es un máquina –declara Ángela cuando lo tiene en sus brazos.
-A
decir verdad, probablemente esté en la edad de aprender a andar. Pero no lo
podemos saber.
-Calla.
No seas aguafiestas –me chista.
-안녕하세요.
Todos nos giramos bruscamente ante esa
voz inesperada. Un chico de rasgos asiáticos, de edad aproximadamente similar a
la de Ivette o Margot, nos mira con curiosidad, agachando levemente la cabeza a
modo de saludo.
-Pues ya estamos todos –dice Ángela.
Capítulo 37. El ruido (Ángela)
Sayid se levanta con precaución, pero
creo que nadie se siente amenazado por esta persona. No sé si es la costumbre
de ir encontrándonos a gente, sobretodo porque la última fue Alena que,
básicamente, nos salvó la vida: primero alimentándonos y, luego, sacándonos del
autobús con la estrategia del gancho.
Pero no solo es eso. Este chico
desprende un aura de lo más pacífica, y eso lo digo yo, la persona menos
espiritual del mundo.
-We
don´t speak… um… -empieza Sayid -. Ni siquiera sé qué idioma ha hablado –se
gira para dirigirse a mí, algo cohibido -. English?
–prueba de nuevo hablándole al chico.
-No, pero hablo español –suelta el
asiático quedándose tan ancho mientras el resto flipamos en colores.
-¿Hablas español? –se sorprende Sayid,
probablemente más de lo que debería.
-Mi madre era española. Se casó con mi
padre cuando estuvo viviendo en Corea por trabajo y se quedó allí, pero a mí me
enseñó el idioma desde que tengo uso de memoria.
-Vaya –responde secamente Sayid.
Entiendo que ha perdido su total sentido como traductor en este grupo. Decido
levantarme para aprovecharme de la situación. Por fin alguien a quien entiendo.
-Yo soy Ángela. Este es Sayid –nos
presento dándole una significativa palmada en la espalda a mi hermano. Me apoyo
en su hombro dándome un cierto aire prepotente, pero me siento poderosa
teniendo el control de las presentaciones por una vez -. Ellos son Margot,
Ivette, Collin y Alena. Y el bebé es Félix –añado señalando al niño que sujeta
el militar. ¿El militar? ¿Qué hace Collin con mi niño?
-¿Un bebé? –pregunta el chico,
asombrado, y dirige su mirada hacia mi barriga.
-No, no, no –me apresuro a aclarar -.
No es nuestro. Bueno, como si lo fuera, pero que no lo he parido yo, vamos.
-Ah. –El chico parece aliviado -. Mi
nombre es Kyung.
-¿Qué te trae por aquí, Kyung?
–pregunto, algo divertida. Noto que a Sayid no le hace mucha gracia mi
comportamiento, pero a mí sí.
El chico coreano parece confuso. Creo
que no se ha dado cuenta de que le estoy vacilando. Igual piensa que somos
amigos de toda la vida que hemos decidido venir de picnic a mitad del
continente.
-Ángela quiere decir que qué ha
ocurrido en tu ciudad –aclara Sayid.
-Yo
vengo de la isla Jeju. El volcán Hallasan entró en erupción. Quedó todo
arrasado –explica Kyung.
-¿Cómo
sobreviviste? –inquiere Ivette, curiosa.
Parece
que Kyung se da cuenta de que somos los únicos en pie y, sin preguntar a nadie,
se toma la libertad de sentarse en el círculo que forma mi grupo. Yo miro a
Sayid, sorprendida. Él se limita a encogerse de hombros e ir a sentarse junto
al nuevo. Supongo que está algo agradecido de que me bajen los humos. “Bueno,
Sayid, tú no has sido capaz de hablarle cuando ha dicho que entendía el
español, así que la culpa de que hayas perdido tu liderazgo momentáneamente no
es mía”.
-Yo
estaba pescando en la costa. Comencé a escuchar los gritos de la gente y,
cuando me giré, la primera reacción que tuve fue lanzarme al agua de inmediato.
Una masa roja avanzaba rápidamente por toda la extensión de terreno que yo
podía ver.
-Un
momento. ¿No escuchaste la explosión del volcán? Quiero decir, si fue de tal
magnitud como para cubrir toda la isla, tuvo que hacer un ruido de la ostia
–reflexiono.
-Llevaba
los auriculares puestos –explica el chico.
-¿Pero
sí escuchaste los gritos de la gente? –se extraña Sayid.
-Pues…
sí –reconoce frunciendo el ceño, como si fuese la primera vez que se da cuenta
de ello.
-Creo
que un volcán explotando suena mucho más que unos cuantos gritos. Sobre todo,
si la mitad de la población estaba nadando en magma.
-No
sé qué decirte. –Kyung se encoge de hombros. Supongo que deberíamos desconfiar
de él, pensar que se está inventando la historia por algún motivo. Pero no lo
hago. Creo que de verdad no escuchó el volcán. Y eso me aterra.
-¿Cómo
has llegado hasta aquí desde Corea? –se interesa Ivette.
-Llegué
al continente nadando.
-Anda,
como Collin –señalo. El militar me mira extrañado. Por fin es alguien más quien
no entiende nada de la conversación, y no yo.
-El
resto lo hice a pie –concluye escuetamente Kyung.
-¿Has
venido desde Asía andando? –pregunto, cada vez más escéptica.
-¿Hace
cuánto ocurrió lo de la erupción, Kyung? –Noto una seriedad alarmante en el
tono de Sayid.
-Unos
siete meses y medio.
-¿Siete
meses? –me escandalizo exageradamente.
-Y
medio –recalca Ivette, sacándome de mis casillas.
-¿Nosotros
llevamos menos? –Creo que Sayid pretendía hacer una afirmación, pero no le ha
salido para nada.
-Félix
no ha crecido tanto… Sería mucho mayor si hubiesen pasado siete meses, ¿no?
Quiero decir, habrán pasado tres o así. Cuatro como mucho –razono.
Sayid
se encoge de hombros, porque podría haber pasado un año perfectamente y no
tendríamos ni idea. Ahora simplemente me preocupa Félix, porque de algún modo
me siento responsable por que no haya podido crecer todo lo que debería.
-A
lo mejor todo esto empezó allí –teoriza Ivette -. Es el extremo del continente.
-Por
esa regla de tres, España habría sido la primera o la última en recibir los
ataques, porque somos la esquina de Europa. Pero no fuimos ni lo uno ni lo otro
–digo.
Nos
quedamos en silencio unos segundos, digiriendo la nueva información. Nueva,
aunque en el fondo ya la sabíamos, pero no habíamos pensado en ella. No
habíamos querido hacerlo.
-We are going to America –interviene
Alena como quien no quiere la cosa.
-Es
lógico. Os puedo asegurar que en Asia está todo destrozado. Al menos, todos los
sitios por los que he pasado. Y no he encontrado a nadie. Sois las primeras
personas que encuentro en casi ocho meses. Cruzar el charco es probablemente la
mejor opción.
Las
palabras de Kyung me pesan en los hombros. No quiero ni imaginarme lo que
habría sido estar sola durante tanto tiempo. Solo estuve conmigo misma durante
un día o dos al principio, y fue suficiente tiempo para decidirme a morir sin
más. No sé cómo ha aguantado tanto camino pensando que es la única persona que
queda en el mundo.
-Me
alegro de que nos hayas encontrado –me sorprendo al oír mi voz soltando esas
palabras. Kyung me sonríe.
-Yo
también. Estaba quedándome sin ideas sobre dónde buscar. –Quiere mantener la
compostura, pero puedo adivinar con facilidad que está emocionalmente
destrozado. “No pasa nada, Kyung. Todos lo estamos, y tú eres el que más
derecho tiene”.
-¿Ruido?
–señala Margot.
Me
doy cuenta de que yo también lo escucho. ¿Unas nubes quejándose, a punto de
dejarnos empapados? No, el cielo está despejado. Pero sé que el ruido viene de
ahí arriba. Conforme se acerca el sonido, se nos ilumina la cara uno a uno.
Pero tengo los bellos de punta, porque no sé qué significa.
No
sé qué cojones significa que un helicóptero nos esté sobrevolando.
Capítulo
38. El final de después del final (Sayid)
Me
pongo en pie como un resorte y me aferro inmediatamente a la mano de Ángela.
Ella ha sido lo suficiente previsora como para rescatar a Félix de los brazos
de Collin. La familia feliz, esperando a ser rescatados. O asesinados, depende
de las intenciones que tengan quien quiera que esté dentro de ese helicóptero.
Las
aspas del vehículo revolotean cual pajarillos saliendo de una jaula. Más bien,
nosotros somos esos pájaros queriendo escapar. Pero, ¿escapar de dónde, si
tenemos todo el planeta a nuestra merced?
Nadie
se atreve a pronunciar palabra mientras el helicóptero aterriza. No sé cómo ha conseguido
vernos. Entiendo que somos un grupo relativamente numeroso en mitad de la nada,
pero entre que estamos bajo un árbol y que ha aparecido desde detrás de una nube
como si hubiese descendido desde la estratosfera, probablemente pareceríamos
hormigas.
Una
fugaz idea me cruza el pensamiento, pero la desecho de inmediato. No nos podía
haber estado buscando a propósito.
¿Verdad?
Las
aspas disminuyen progresivamente de velocidad, peinándonos a todos con el aire
que levantan. Un hombre de unos sesenta años comienza a bajar del vehículo. Se
me antoja un alunizaje. El ser humano llegando a la luna. Un tipo aleatorio
llegando a un páramo habitado por unos pobres desesperados.
-Subid
–nos ordena el hombre sin apenas mirarnos.
El
único momento en que siento la necesidad de mostrarme como líder. Probablemente
sea un error, pero no puedo impedir mi deseo de proteger a mi grupo. “¿Quién es
el machito ahora, eh, Collin?”.
Doy
un paso adelante para demostrar mi papel, que para nada le resulta
intimidatorio al hombre del helicóptero.
-Primero
debería decirnos quién es usted –me impongo, utilizando el tono de voz más
firme que encuentro. Ángela me aprieta la mano con fuerza. No porque tenga
miedo, sino porque intenta darme ánimos. “¿Por qué no hablas tú, alma hermana?
A mí esto se me queda grande”.
Una
voz interior me hace recordar sus propias palabras. “Confía. Confía en ti”. E
inmediatamente sé por qué deja que me haga el líder.
-Es
cierto. Disculpad –cede el hombre, lo cual me sorprende un poco -. Soy el
doctor Roswell. Y puedo explicar por qué habéis tenido que sobrevivir a
catástrofes naturales, y no tan naturales. Ahora debemos marcharnos lo antes
posible. Aquí corréis peligro. Os aclararé todo en el camino.
Las
palabras del doctor me quitan las mías. No me puedo creer que vayamos a saber
qué ha ocurrido. Se me acumulan mil preguntas en la cabeza. Hacia dónde nos
llevan, por qué corremos peligro, cómo nos han encontrado. Son tantas que acabo
aturrullado y no sé qué debo responderle, así que permanezco en silencio y le
aprieto la mano a Ángela para hacerle saber que le cedo el turno de palabra.
-Hola.
Yo me llamo Ángela Gómez García –suena su ligera voz desde tras de mí.
-¿Tus
iniciales son AGG? –le susurro aguantando la risa. Sé que no es el momento,
pero no puedo evitarlo.
-Ni
una sola broma, ¿eh, Sayid? –me amenaza levantando su dedo índice.
-¿Sayid?
–se oye una voz de mujer desde el interior del helicóptero.
-¿Cómo
te apellidas, chico? –me pregunta el doctor Roswell entornando los ojos.
-Yo
no tengo apellidos –me limito a responder.
-Claro
que los tienes –vuelve a sonar la voz femenina. Una mujer árabe sale del
helicóptero y me mira fijamente, con un destello de nostalgia en sus ojos color
café. O quizás tristeza.
-No
los tengo –reitero, algo mosqueado porque esa desconocida asuma cosas sobre mí.
Si supiera de mi vida…
-Yarur.
Sayid Yarur –afirma la mujer asintiendo enérgicamente con la cabeza, decidida.
-¿Y
tú como lo sabes? –inquiere Ángela. Esta vez es ella la que pretende protegerme
a mí.
-Porque
soy su madre.
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